domingo, 11 de enero de 2009

El Diario

Eran cerca de las diez de la noche, y una inusual lluvia estaba empezando a caer. Ya era tarde para la cita con mi cliente y me resultaba increíble que en pleno diciembre lloviera y más con semejante intensidad. Molesto conmigo mismo por no arreglar a tiempo los limpiadores, me estacioné en la esquina de alguna vieja colonia de ésta ciudad. Quise hacer una llamada para avisarle que no llegaría a tiempo, pero me di cuenta que no había puesto saldo al celular. Más molesto por mi desidia que por la situación, busqué a través del cristal y la lluvia un lugar para hacer la recarga. Tomé un periódico que no había leído y cubriéndome con él salí del auto. Corrí hasta un pequeño establecimiento que aún estaba abierto y dejando el diario en el mostrador, pregunté a una señora de avanzada edad por la recarga. Ella, sonriendo me dijo: “No, Beto, no tengo recargas.” “¿Beto?”, me dije para mí mismo y un tanto asombrado, tenía mucho tiempo que nadie me llamaba así, “no tengo recargas, pero sí tengo tus ‘miguelitos’”. En ese instante, como el destello que ilumina una habitación, recordé esa voz que no era otra que doña Viky y me di cuenta que me encontraba en su negocio. Sin haberme fijado, había regresado a la colonia donde pasé mi infancia.

Asombrado por la extraña coincidencia que me acontecía, saludé con gusto a mi antigua vecina y amiga. Tenía casi veinte años que mi padre había conseguido un mejor empleo y nos habíamos cambiado de barrio a una zona que, como él mismo decía, era un poco más acomodada. Saludé con gusto a Doña Viky, ‘la viejita de la tienda’, como le decíamos. Era de la edad de mi abuelita y ésta ya tenía varios años de haber fallecido. Me preguntaba qué edad tendría, ¿ochenta?, ¿noventa?, ¿acaso ya cien años? Como sea la veía mucho más pequeña de lo que la recordaba. Sin duda los años no pasaban en balde y no sólo yo había crecido, ella también se había hecho más bajita. Usaba su viejo delantal color amarillo que antes había sido blanco. Un vestido azul claro y medias café. Su cabello era largo, completamente cano, sus lentes habían sufrido varias composturas.

Miré a mi alrededor tratando de reconocer ese lugar al cual había ido infinidad de veces cuando niño. Noté que su viejo mueble de madera que ocupaba como mostrador tenía algunos rayones y se veía un poco más desgastado de lo que recordaba. Así mismo, detrás, unos anaqueles hechos de madera por Don Nacho, el esposo de Doña Viky que había fallecido mientras trabajaba como albañil en el sismo del ochenta y cinco. Recordé de inmediato la tarde que llevaron el cuerpo de su marido. Su rostro lleno de tristeza al saber que no vería de nuevo a la pareja de toda una vida y el hecho de saber que no vendrían sus hijos de Estados Unidos al sepelio. Volteé la vista a la entrada y aunque había algunos anuncios de marcas de refrescos y golosinas, seguía la misma vitrina con aquel cristal roto pegado con cinta adhesiva que mi amigo Ricardo y yo habíamos quebrado sin querer con el balón que me trajeron el día de Reyes. Esa tarde, Don Nacho en vez de reprendernos, nos había regalado ‘miguelitos’ porque no parábamos de llorar pensando que no acusarían con nuestras madres. El piso era viejo, hecho puro de cemento. Una vieja jerga sobre un cartón mojado por la lluvia servía de tapete de bienvenida. El olor a café se alcanzaba a percibir desde su vieja estufa al fondo de la tienda. Ahí, en la pared carcomida por la humedad y sobre una pequeña repisa, el cuadro de Don Nacho junto a la Virgen de Guadalupe. Una veladora recién encendida los iluminaba. Imaginé que la veladora era lo único nuevo de ese lugar. Sobre la mesa de madera, noté que habían puesto un tabique para equilibrar las patas, escuché la vieja radio que aún sintonizaba aquella estación donde pasaba la Hora de Agustín Lara. Se escuchaba bajito, como le gustaba a Doña Viky. Sonreí al pensar que todavía existía alguien que escuchaba ese tipo de música en la radio. Debajo de la mesa, estaba el banco en el que recordé, mi hermana mayor solía sentarse para leerle las noticias del periódico a Doña Viky. “¿A poco no sabe leer, Doña Viky?, y tan viejita que está”, recuerdo que alguna vez en mi inocencia le pregunté, recibiendo de mi hermana un codazo por semejante atrevimiento. “No, pero algún día aprenderé, ya verás”.

Sonreí de nuevo al recordar ese momento, pero un mensaje al celular interrumpió mi viaje al pasado. Era mi cliente quien preguntaba si tardaría en llegar. Sin darme cuenta, habían pasado algunos minutos y también había dejado de llover. Me despedí de ella prometiendo regresar a saludarla de nuevo. Al llegar al auto, vi que no tenía una franela. Recordé haber dejado el periódico en el mostrador y que sin duda me serviría para secar el parabrisas así que regresé de inmediato. Doña Viky, volteó a verme y entregándomelo me dijo: “Beto, ahí dice que no va iba llover hoy”. “No crea nada del estado del tiempo que dicen los periódicos Doña Viky, es todo mentira”.

Al subir al auto y mientras saboreaba un ‘miguelito’ que amablemente me había regalado, un sentimiento inesperado invadió mi mente y llenó mis ojos de lágrimas. Ella me había dicho que en el diario decía que hoy no iba a llover.


incitatüs
(enero'09)

Ejercicio 10
Viernes de Taller
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imagen: internet

domingo, 4 de enero de 2009

Dieciocho minutos, un segundo

Llegué a casa y casi me aventé sobre el sofá negro y una nube de polvo se levantó. Miré alrededor y noté que hacía bastante tiempo que no hacía el aseo. ‘No he tenido tiempo, además, si vivo solo, no hay a quien le importe’, me justifiqué. Esa noche acababa de regresar del trabajo de fin semana, realmente me sentía cansado y el hecho de dormir en el sofá lleno de polvo, no me molestaba del todo. Sin embargo, había llevado a mi hermana a recoger la vieja estufa que nunca utilicé. Iba a dejarme un hueco enorme en la cocina de por sí vacía, pero ya había decidido entregársela. No quise pensar en el reacomodo de la cocina en ese momento, solo quería descansar un poco del ajetreado fin de semana que había pasado.

Mientras escuchaba el sonido de trastes viejos que cambiaban de lugar, me recosté un poco y cerré los ojos deseando olvidarme de todo; sin embargo, mi pequeño sobrino se acercó corriendo hacía mí y subiéndose a mi estómago gritó lleno de emoción: ‘¡Pukas, Pukas!’ buscando a mi perro por la ventana, ‘Sí, mira a Lucas, -le dije haciendo un esfuerzo para que no me pisara donde fuera a dolerme-, está comiendo sus croquetas, parece perro hambriento’, y sonreí tras decir mi mal chiste sarcástico, ya que precisamente, el Lucas tenía tres días sin comer. Tan pronto se aburrió de observar al perro, regresó con su mamá para buscar en qué distraerse en la enorme casa llena de polvo, que para él significaba un océano de posibilidades para jugar.

Volví a cerrar los ojos, me sentía contento y agradecido por tener cerca a mi sobrino. Pensé que los niños daban ese amor desinteresado que a menudo solimos reprochar de la gente que nos rodea. Estaba por terminar el peor año de mi vida y él era uno de los motivos que siempre me alegraban el día. Cerré los ojos de nuevo y si acaso dormí un par de minutos cuando sonó el celular. ‘Seguro es Roque, -pensé-, ¿que querrá éste cabrón ahora?’. Pero al mirar el teléfono, veo un número desconocido. Me incorporo y por fin contesto.

Me llamaste justo un par de días antes de terminar el año. Me dijiste que deseabas saber como estaba, solo eso. Desahogué ese sentimiento atorado de no saber nada de ti. Te escuché contenta. Me dijiste que a pesar de tu nuevo trabajo y nueva dirección, estabas muy bien. Te dije también que mi padre había fallecido. Me diste el consuelo que tenía varios meses atorado.

Te dije que te quería. Me dijiste, como siempre, que tu más. Sabía que no era cierto, pero no te lo discutí. Fueron dieciocho minutos y un segundo los que hablamos. Fueron dieciocho minutos y un segundo que salvaron ese año, el peor de mi vida.


incitatüs
(enero’09)

imagen: internet