viernes, 19 de septiembre de 2008

El Arraigo (parte XI)

Parte XI

Al salir del Centro Nacional de Arraigos de la Ciudad de México en la noche que me dictaron libertad del procedimiento del cual me había denunciado la Empresa Casa Saba por el desvió de un medicamento con Pseudoefedrina, me detuvieron de nueva cuenta unos tipos que se identificaron como agentes ministeriales de la Procuraduría General de la República quienes me indicaron que debía acompañarlos para esclarecer una nueva denuncia en mi contra. Me quedé inmóvil, estupefacto, por lo que uno de los tipos se acercó a mi y me tomó del brazo para cerciorarse que no fuera a intentar escapar, supongo, mientras tanto, el otro tipo abría la puerta de una camioneta compacta, de reciente modelo, y me indicaba que tenía que subir. Al hacerlo y sin decir una sola palabra, escuché como se cerraba el portón de acero de la Casa del Arraigo junto con la de la camioneta en la que me metieron. En el trayecto de nueva cuenta a las instalaciones de la SIEDO, los agentes iban preguntándome el motivo de mi detención, las mismas preguntas que me había hecho hacía casi tres meses antes y del porqué me habían arraigado. Solo contestaba que no lo sabía y que no entendía nada. Al mostrarme seco por mis comentarios, me pidieron que agachara la cabeza y justo al parar en un semáforo escuché como desde otro vehículo, les daban indicaciones de cómo llegar a esas instalaciones. La voz que escuché era la de la licenciada Denisse.

Al llegar a la Subprocuraduría para la Investigación Eespecializada en Delincuencia Organizada SIEDO me bajaron abruptamente. Ésta vez me llevaron por la entrada principal, no por el estacionamiento como la vez primera. Ahí, uno de los oficiales que custodian la entrada le prohibió el paso al agente, indicándole que debían introducir a los acusados por aquel lugar. Ante esto, el agente discutió fuertemente con el oficial, diciéndole que no podía arriesgarse a llevar a un criminal por la calle, ya que la camioneta había sido llevada por su compañero a otro lugar. Así pasaron cerca de diez minutos, y mientras, llamaban a diversas personas entre ellas a la licenciada Denisse, quien había llegado mucho antes que nosotros y que por fin apareció y al firmar un documento logró que permitieran mi acceso por la entrada principal. Realmente estaba desconcertado, deduje que era la primera vez que éste agente entraba a la SIEDO, lo cual empezaba a incomodarme. Me llevaron de nueva cuenta al mismo cubículo de la primera vez, el de la licenciada Denisse. Ahí, el agente me indicó que aguardara a que llegara ella y que no intentara hacer nada, me dejó de pie, con las manos esposadas y frente a la pared. Noté que había cambiado el proceder de los agentes a diferencia de la vez anterior, ya que ahora sí me trataban como a un delincuente. De cierta manera, ansiaba que llegara Denisse y me explicara que era lo que estaba sucediendo. Recordé que en todas nuestras entrevistas, ella tenía un aire de simpatía hacía mí, a pesar de ser ella quién tenía que investigar contra mí para llevarme a prisión. Pasó así cerca de media hora sin poder hacer nada. Me sentía frustrado y cansado. La bolsa con las cosas que había sacado del arraigo yacía en el suelo junto a mí y nadie se acercaba siquiera para darme alguna información. En éste tiempo, recordé que entre las cosas que llevaba, estaba una copia del amparo que mis familiares me habían entregado. Sin embargo, Denisse nunca se apareció, más sí las personas que de nueva cuenta, y como la vez primera, tomaron mis huellas digitales, fotografías y muestras de orina para el antidoping. Cerca de las diez de la noche, me dejaron llamar a casa. Ahí, supuse que mientras mi familia esperaba que les dijera que había salido y ya iba para allá, les informé que estaba de nuevo detenido y me encontraba en la SIEDO. Tristes y preocupados, dijeron que irían al siguiente día con el abogado para aclarar mi situación, ya que esa noche, poco o nada podría hacer realmente.

Después de más de dos horas, me llevaron esposado a los separos. Al entrar, el sonido de la cisterna me recibió como un balde de agua fría. Noté que yo sería la única persona en todo el lugar, y abriéndome la primera celda del pasillo, me encerraron de nuevo. Sentí el alivio de quitarme las esposas, pero también la incertidumbre y tristeza de volver tras la rejas. La bolsa con mis cosas se habían quedado en el cubículo, por lo que de inmediato busqué una cobija para taparme del frío. Ésta vez, en mi celda encontré un almohada, y abrazándola muy fuerte, traté de dormir. Sin embargo no pude hacerlo. A mi mente venían las palabras de Julio César que me decían que mi salida podría ser una trampa para llevarme a un reclusorio. Recordé que él me había dicho del caso de un compañero de la casa que habían detenido al momento de salir, sólo para encerrarlo de nueva cuenta en la cárcel. Traté de olvidar eso y pensar que al otro día llegaría el licenciado Islas con Denisse y pudiera demostrarle por medio del amparo que estaban cometiendo un error.

A la mañana siguiente, llegó el oficial de guardia de los anteojos enormes y me despertó de manera abrupta. Me pidió que me levantara y me preguntó de dónde venía: “Vengo de la Casa del Arraigo”, le dije, a lo que extrañado y reconociéndome me preguntó el motivo. “No lo sé, nadie me ha dicho nada, supuestamente ya estaba libre” y moviendo la cabeza en señal de desaprobación me abrió la reja y me indicó que me llevaría con la licenciada Denisse. Una vez ya en su cubículo, Denisse me dijo que me habían detenido de nuevo porque existía una llamada anónima que me vinculaba directamente con un grupo de narcotraficantes. Ella, empezó a leerme la supuesta llamada que mas o menos decía lo siguiente: “Ya ven cabrones, les dije que van a caer más. Ya tienen a Alberto Rivera Espinosa, él es el que le vende el Actifed, el Afrinex y el Asenlix al ‘Queño’ y lo lleva hasta Guadalajara, y ahí se lo venden al cártel del ‘Chapo’.” Sonreí sarcásticamente por vez primera desde la noche anterior. “¿De qué te ríes?. Ésta llamada te vincula directamente. No te queda otra Alberto, dime a quienes más se las vendes, ¿de dónde las sacas?”. La miré entonces fijamente y le dije: “Tú sabes que esa llamada es falsa.” “No es falsa...” me dijo en tono firme a lo que interrumí, “bueno, si no es falsa, tú sabes que lo que dice sí lo es... ¿Qué es lo que quieres?, ¿dinero?, ¿acaso no te diste cuenta ya que no tengo dinero? ¿Acaso no te diste cuenta ya que llevé mi caso con un abogado de oficio?. No Denisse, si lo que quieres es dinero, pues no tengo dinero.” Quedó callada unos instantes mientras me veía con esa mirada tratando de intimidarme. Se levantó y salió un momento. Regresó con el licenciado Tlacomán, y me indicó que éste sería mi abogado de oficio para la nueva averiguación previa, ya que el gobierno me lo proporcionaba de manera obligatoria. El licenciado Tlacomán, me leyó mis derechos, a lo que lo interrumpí de nueva cuenta diciéndole que ya los conocía, y que él era la persona quién habría sido originalmente llevaría mi anterior caso, pero que por falta de energía eléctrica habían cambiado el día de mi declaración preparatoria. Quedó callado, había entendido que algo raro pasaba conmigo, pero cumpliendo con su obligación, me dijo que debía declarar si así lo deseaba. “No lo haré”, les dije, y levantando el acta donde se informaba que me negaba a declarar, me llevaron otra vez a los separos.

Esa tarde, llegaron consternados mis familiares. Llegaron acompañados por el licenciado Islas, que estaba realmente furioso. Decía que Denisse sabía que habíamos ganado el juicio de forma legal y que habían inventado lo de la llamada anónima para poder detenerme y justificar ante sus superiores el porqué había salido libre antes del término del arraigo, ya que había sido un error por parte de ellos el no meter a tiempo la apelación en contra de mi amparo. Ellos, en concreto Denisse, sabían que yo era inocente de los cargos de Delitos contra la Salud y Delincuencia Organizada, y que saldría libre en los noventa días que me había ordenado el juez, pero serían castigados de cierta manera por su error. Pero esto no me hacía sentir mejor. El licenciado Islas también me dijo que corría el riesgo de que esto fuera más grave y lo peor es que si las investigaciones no se desenvolvían en las setenta y dos horas de ley, ya no podrían arraigarme por recién haber salido de un procedimiento igual sino sería consignado a un reclusorio y ahí, sería en donde se llevaría mi defensa. Ahora, sólo quedaba esperar a lo que sintiera la licenciada Denisse.

Se terminó la visita y regresé a la soledad de mi celda. Estaba realmente preocupado. Por mi cabeza pasaron varias cosas. Entre ellas imaginé que lo primero que haría al llegar al reclusorio, sería buscar a mis compañeros de arraigo. Pensé que el sistema no funcionaba de verdad, como lo había dicho el Coronel Vargas semanas antes en la casa, y que éramos todos unos chivos expiatorios. Me recosté en la cama de piedra, siempre contra las rejas, para no sentirme encerrado, y pude ver en el techo una figura hecha de residuos de cemento. Era una especie de quimera. Pasé varias horas observándola, imaginando que cobraría vida y que me ayudaría a salir. Me daba risa y hasta tristeza al mismo tiempo el pensar en esa opción. Recordé también la vez primera que había estado en la celda. José Juan me había comentado que le agradaba que yo fuera una persona de buen carácter, que tuviera el valor de bromear con los oficiales, como aquella vez de la armónica o la lima en el pastel, además de escucharlo sin juzgar si había él secuestrado a su jefe. Recordé que al momento de que nos llevaron a la Casa del Arraigo, se asomó y con su mano extendida se despidió de mí, leí en sus labios que me dijo “suerte”, y yo sólo había agradecido asintiendo con mi cabeza, ya que iba esposado.

Recordé también como Marcos solía decirle a uno de los oficiales de guardia: “Si esto es una broma, pues jajajá, les salió buena, pero ya estuvo ¿no?, ya déjenos salir.” Así como la vez que llegó contento al cuarto, después de hablar por teléfono y con lágrimas en los ojos me dijo: “Mi hijo salió bien, gracias a Dios. Su operación estuvo muy bien.” También venían a mi mente aquellos gritos de el “Delicioso” para despertarnos a media tarde cantando el “Cangrejito Playero” y que alguna vez Jesús le hizo la misma broma, pero cantándole: “Ayyyyyy, cómo me duele, cómo me duele, te saquen a bailar...” y que todos nos habíamos reído de buena gana al ver a Polo saltar de susto por el grito. Recordé también cuando Oscar se quitó su camisa verde para decirme: “¿Crees que nada de lo que te digo es verdad?, ¿no me crees que estuve grave del accidente en avión? Mira, me falta un pedazo de brazo, y mira, tengo más cicatrices que dinero en el banco.” Y enseñándome las marcas de su cuerpo quedé casi boquiabierto. “No gano nada con decirte mentiras, esas se les dice a los del Ministerio Público, no a lo amigos.” También recordé la vez que Juan Manuel nos confió que habían sido agentes judiciales del Distrito Federal los que lo habían agarrado, y que era por eso su rencor a los chilangos, pero que realmente no tenía nada en contra de nosotros, refiriéndose al llamado “Cártel del Doctor Simi”, Marcos José Celestino y yo y que por el contrario, le caíamos bastante bien, pero que no fuéramos ‘maricas’, que ya no le fuéramos al América, como Marcos y yo nos habíamos manifestado. También nos confesó que no se pasaba la tarde jugando crucigramas dando la espalda a las cámaras de la habitación, sino que estaba escribiendo lo que sería su defensa ante el Ministerio Público, ya que aún no había declarado. Nos la leyó, y nos pudimos dar cuenta que no era una defensa, sino una confesión, dando los motivos del porqué había detonado una granada en aquel bar matando a cuatro personas. Nos quedamos sorprendidos. Sin justificarlo, nos dimos cuenta que tenía cierta lógica su proceder. De Julio César recordaba la vez que entró furioso después de una visita por parte de su abogado: “¡Éstos cabrones del MP! Sólo porque cuando fuí a los Cabos me tomé una foto junto a un yate, ahora dicen que ese yate es mío!”. Recordaba a la licenciada Raquenel Villanueva. Como la vez en que mi hermana me llevó su bebé que recién había nacido por vez primera hasta el patio de visita de la Casa del Arraigo. La licenciada al pensar que era mi hijo, y desde su mesa alcanzó a gritarme: “¡Felicidades!, ya tienes un motivo para salir de éste infierno.” Le agradecí sin intentar explicarle que era mi sobrino y no mi hijo. De cierta manera tenía razón: mi sobrino era un muy buen motivo para salir de ese infierno. De los tipos del Banco Azteca tenía buenos recuerdos. Algunos se me acercaban varias veces para invitarme a jugar futbolito a la hora de salir al patio. Algunas veces accedía, otras prefería platicar con uno de ellos que también había encontrado en Oscar una persona interesante para hacerlo. De los chavos de la habitación 208 ya no supe mucho. Sólo de que se rumoraba que derrochaban el dinero sobarnando a los custodios y que incluso pagaban hasta dos mil pesos cada semana por un kilo de barbacoa.

A mi mente también llegaron aquellos momentos en que me confronté con mi papá por haber dudado de mi inocencia. Y de la vez en que por fin me dijo que confiaría en mí, ya que me amaba y quería que saliera lo más pronto posible. Que cooperaría con el abogado en lo más que pudiera. Esa vez, un fuerte sentimiento se arremolinó dentro de mí y me sentí afortunado por tenerlo de mi lado. De mis amigos sólo sentía agradecimiento. Algunos de ellos, como Roque y Martín me visitaban constantemente, e incluso habían logrado conseguir bastantes firmas tanto de mis clientes de farmacias, como de algunos conocidos. El licenciado Islas había comentado que todas esas firmas habían servido de mucho como referencia para mi defensa. Amigos como mi compadre Guillermo, su hermano Eduardo o Myriam y Maribel que habían ido a visistarme a la casa y los demás que de cierta forma me hacían llegar sus buenos deseos hasta allá. Todos me habían manifestado su apoyo de alguna manera. Recordé también las palabras de Maricela el día en que le dije que estaba arraigado. “¿Estás en tu casa?”, “No.”, “¿En casa de tus papás?”, “No.”, “¿En casa de tu novia, de tus suegros?”, “¡Claro que no!”, “¿En el trabajo, en el hospital, en prisión?, ¿Dónde estás?”. “Bueno... yo...”. “¡¿Estás en prisión?!”, “En realidad no, estoy en una Casa de Arraigo.” “¡¿Pero porqué?, ¿qué pasó?!”, “Pues hice algo que no debí hacer.” “¿Pero, estás bien?”, “Sí, estoy bien, no es tan malo.” “¿Sabes?, te amo mucho, espero verte pronto” “Gracias flaca, yo también”. Además, cada noche abrazaba mi almohada e imaginaba que ella estaba conmigo y que dormíamos juntos.

Todas esas cosas viajaban por mi mente. Pero lo que más me inquietaba era la idea de que Denisse quería sacarme dinero. Sin embargo, había decidido no comunicarle esto a mis familiares. Me sentía cansado y decepcionado. No tenía fuerza ni ganas para defenderme. Había decidido aceptar lo que viniera, incluso ser llevado a un reclusorio.

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