miércoles, 17 de septiembre de 2008

El Arraigo (parte X)

Parte X

Al irse Polo "El Delicioso" y Juan Manuel Cavazos, y con Oscar y Julio César en otra habitación, sólo Jesús quedaba de la gente que nos había recibido casi dos meses antes. Jesús Apodaca, que en un principio llegó a intimidarme por su manera agresiva de ser, empezaba a platicar más conmigo. Me había dicho que Marcos le caía mal y lo consideraba un hipócrita al decirse mi amigo pero a la vez haberme inmiscuído en ese problema y decía que José Celestino era un total ‘pendejo’, que no se había podido escapar antes de que lo detuviera la AFI, ya que era muy obvio que irían por él al enterarse que nos habían detenido. Con Fernando el sonorense y Marcelo el colombiano no hablaba para nada. Era el tipo más limpio que he conocido en mi vida. Tenía cerca de veinte camisetas amarillas, casi todas nuevas, varios pantalones y pants así como mucha ropa interior. Cada tercer día que iba la gente que lavaba la ropa y él les entregaba más ropa de la que usaba. No pisaba el suelo sin zapatos y todos los días se rasuraba la cabeza. Había guardado un rastrillo de contrabando y cada que podía lo cambiaba. Pude darme cuenta que tenía miedo al estar en prisión. Sabía que las condiciones de higiene ahí serían bastante escasas y que le sería muy difícil su estancia ahí.

Unos días antes de que Jesús Apodaca se fuera, el Comandante Armas subió hasta nuestro cuarto. Entró seguido de dos oficiales de guardia. Era la primera vez que lo veíamos desde que llegamos. Casi dos metros de altura, robusto y los brazos de fisicoculturista, nos imponía bastante. Supongo que su físico era el principal detonante para tenerlo como el jefe de La Casa del Arraigo. “A ver, cómo van las cosas por acá. ¿Qué les falta, cómo están?”, nos dijo a lo que nos quedamos bastante sorprendidos. Nadie dijo nada. Sabíamos que tenía un carácter bastante fuerte y que tal vez lo que dijéramos sería contraproducente. “¿Nada?, bueno, allá ustedes. Sólo vine para informarles que el día de mañana vamos a llevar a petición de algunos de ustedes, sobretodo de la licenciada Raquenel, una misa en honor a San Judas Tadeo para inaugurar nuestra capilla. No sé si son religiosos o no. Si son satánicos o ateos. Sólo vengo a decirles que todos, oyeron bien, ¡todos! vamos a bajar al patio. Si no quieren ser participes de la misa, no lo hagan. Van a estar hasta atrás, pero sí les pido respeto para los que sí somos católicos. Así que ya saben, ¿entendieron?”. Y diciendo esto, dió media vuelta, no sin antes detenerse en la puerta, y observando el banquito hecho de periódico y amarrado con una extraña cuerda amarilla que Polo utilizaba para rezar, lo levantó y entregó a uno de los oficiales, no sin antes comérselo con la mirada, a lo que éste palideció de inmediato.

Ese día, el 28 de octubre, bajamos todos los habitantes de la Casa del Arraigo al patio. Habían colocado las sillas de tal forma que quedaban frente al altar, el cual ya presentaba una figura de San Judas Tadeo. Las mujeres primero, luego la mayoría de los habitantes del segundo piso. Después los del primer piso, entre los que pude observar a varios tipos que nunca había visto a la hora de la visita. Y por último, bajó un tipo bajito, moreno, acompañado de dos guardias. Vestía de blanco y lo dejaron separado de los casi doscientos habitantes de la Casa. Tenía cara de ese tipo de gente que no se arrepentía de nada. Pude también observar como la mayoría de la gente que no conocía, tenía rostro de criminales. Seguramente ninguno de ellos saldría libre de su arraigo, pensé. Busqué con la mirada a Oscar, pero no lo encontré, me acerqué a Julio César para preguntar por él a lo que me informó que había salido esa misma tarde. Seguramente lo sacaron a la hora de la comida, sin informarle antes, lo que no le había dado tiempo para despedirse. Me sentí un poco triste, con Oscar era con quien más platicaba a la hora del descanso. Ya no hablaba de su situación, ni yo de la mía, pero hablabamos de cosas interesantes. Me decía por ejemplo del porqué creía que la mayoría de la gente era falsa consigo misma al ser tan religiosa. Él, según me confesó unos días antes, decía que había acordado con su esposa, todas las noches a la una de la mañana, hacer una oración en común e invitar a Dios a la misma. Ella lo hacía en su casa, él, desde la habitación, a la hora en que todos dormíamos. Decía que sí creía en Dios, pero que no necesitaba hacer todo un show como lo acostumbraban otros para que los escucharan. Me agradaba mucho la forma en que hablaba, me había tenido al final mucha confianza y hasta había tenido el atrevimiento de confesarme que lloraba todas las noches y que realmente no quería que su arraigo terminara, porque iba a pasar el resto de su vida en la cárcel. De verdad me dolió no haberme despedido de él.

Cerca de quince minutos después de que bajamos todos los habitantes, salió al patio el Comandante Armas acompañado de un sacerdote. Yo, de cierta manera quería estar alejado de la ceremonia, por lo que me quedé de pie, hasta atrás, junto con algunos otros compañeros, entre los que estaba Jesús Apodaca. La misa duró cerca de cuarenta minutos, el sermón de cierto modo era predecible. Hablaba de tener que arrepentirnos por los pecados cometidos y los delitos hechos. De cierto modo, en mi conciencia me sentía libre. Sabía que lo que había hecho fue un error, que nunca lo hice con el afán de hacer daño. En ese momento se me resbalaban todas las directas que del sacerdote salían. Sin embargo, justo al momento de pedir la paz para nuestros semejantes, cambió a lo tradicional. Mientras pensaba dentro de mí que podía darme la ‘paz del Señor’ con algunos delincuentes, el sacerdote dijo: “Esta vez no vamos a darle la paz a nuestros semejantes. Ni vamos a pedir al Señor por ellos. Vamos a darle la paz a la persona a la cuál hemos hecho más daño. A esa persona que nació buena, pero que a lo largo de la vida y las circunstancias hemos atentado y atacado de forma indiscriminada. A esa persona que debería ser la más importante para nosotros. Vamos a darle y estar en paz con nosotros mismos. Dense ustedes mismos un abrazo de paz.” En ese momento observé como la mayoría se abrazaba a sí mismo. Me sentí incómodo de no hacerlo, por lo que cerré los ojos y me abracé. Nunca antes había sentido algo similar. Sentí dentro de mí un sentimiento que me calaba hasta los huesos. Me pedí perdón como si fuera hacia otra persona. Y me perdoné. Mis ojos se llenaron de lágrimas, a pesar de que seguían cerrados. Al abrirlos, noté que la mayoría de los que estábamos se encontraban en forma similar. Con la mirada noté que incluso Jesús Apodaca y el mismo Comandante Armas estaban consternados. Hasta el frente, las mujeres lloraban sin ocultar sus sentimientos. El sacerdote nos veía conmovido. Al terminar la misa, una gran cantidad de arraigados se acercó al sacerdote y a la imagen de San Judas. Sinceramente fue algo que no me esperaba.

Más tarde, después de haber bajado a Jesús Apodaca al primer piso, se fué al Reclusorio Oriente junto a sus cómplices y sin la oportunidad de despedirse de nosotros. Pensé que al Comandante Armas no le agradaban la manera en que los habitantes del segundo piso coreaban al despedir a los que se iban a algún reclusorio. Esa noche regresaron a la dos cero siete a Julio César Abasolo. Era él, ahora el más antiguo de la habitación. Y con él también llegó alguien a quien no esperábamos: Darwin, el tipo que en la ceremonia iba vestido de blanco. Darwin venía de Nicaragua, y nunca supimos el motivo de su estancia en la Casa del Arraigo. Sólo sabíamos que lo habían detenido en Tamaulipas y que llevaba con éste dos arraigos, uno de cuarenta y cinco días, y uno más de sesenta. Con él llegaron los problemas a la otrora habitación de la “buena vibra” como la llamaba "El Delicioso". Marcelo González constantemente tiraba indirecta a los mexicanos, cosa que festejaba Darwin y que molestaba tanto a Julio César como a Marcos y a mí, sin embargo nunca dijímos nada, ya que sabíamos y nos imaginábamos que era contraproducente meternos con ellos. Por su parte, Fernando sólo decía tonterías, desesperaba a más de uno cuando al hablar sacaba temas que no venían al caso, inclusive alguna vez el mismo colombiano lo cayó diciéndole ‘tarado’, pero afortunadamente no pasó a mayores. Darwin por su parte, solía desobedecer no sólo a los agentes, sino a nosotros mismos y se mostraba agresivo con todos; incluso veía la televisión a altas horas de la noche y con el volumen bastante alto, sin embargo nadie de nosotros nos atrevíamos a poner un alto a esa situación. También se llegaron a perder varias cosas, entre ellas dinero, lo que dedujimos que era el mismo nicaragüense el culpable de éstos actos. Todo esto caló de una forma en la que Julio, armado de valor, pidió el cambio del nicaragüense, y al entrar los guardias a ver lo que sucedía, nos pidieron nuestra opinión, a lo que unánimemente concordamos y Darwin fue cambiado no sólo de habitación, sino de piso. Desde ese entonces, cada que salíamos a visita o al patio, él, desde su ventana en el primer piso, nos mentaba la madre y hasta nos amenazaba de muerte.

Así, más incómodos que antes, pasaron cerca de setenta días desde que inició mi arraigo. Una tarde, sin embargo, mi mamá y mi hermana en una visita llegaron muy contentas. Sin decirme más me informaron: “aquí a la vuelta hay un estacionamiento, el muchacho se llama Carlos, es uno alto y flaco. Le voy a dejar tu mochila, con tu chamarra. Tú tienes dinero para irte a la casa. ¡Dijo el licenciado Islas que probablemente hoy salías...!” y me dieron un abrazo muy fuerte. Era la mejor noticia que me habían dado después de tantas semanas. El Ministerio Público no había metido a tiempo una apelación y mi abogado había logrado sacarme antes del término de mi arraigo, además me había amparado. Esa tarde se lo comuniqué de inmediato a mis compañeros de habitación, los cuales no me creyeron, incluso Julio César me dijo: “eso no es posible, nadie sale del arraigo libre antes del término. Si sales te van a llevar a un reclusorio. A lo mejor es una trampa, como le hicieron al viejito de verde de la doscientos seis. Salió una semana antes de terminar su arraigo libre, pero aquí afuera lo detuvieron y lo llevaron al Reclusorio Norte.” Sentí en ese momento que a Julio César le daba coraje el que yo saliera libre y más antes que él. Marcos por su parte buscó de inmediato la manera de llamar a su abogado para ver si él correría la misma suerte, en cambio, José Celestino solo observaba intrigado sin decir nada. Fernando y Marcelo se habían apartado, sentí que nos les importaba mi situación, pero ésto no me molestaba, yo estaba muy contento. Esa noche, después de ir a cenar, un oficial llegó hasta la dos cero siete: “Alberto Rivera, recoge tus cosas, ya te vas.”

Con mucha alegría empecé a meter mis cosas a una bolsa negra que me había dado el mismo oficial. Dejé algunas playeras amarillas pensando que nunca más volvería a usar ese color en mi vida. Guardé la imagen de San Judas que Polo me había obsequiado y algunos de los libros que mi familia y amigos me llevaban. Mientras tanto, Marcos no se apartaba de mí. Yo trataba de darle ánimo para que hablara con su abogado, al igual que a Celestino, quien nunca se abrió con nosotros ni contó nada de su situación. Antes de terminar de guardar mis cosas, llegó el oficial que nos dio las indicaciones cuando llegamos y que siempre se me había hecho conocido. Me indicó que tenía que ir al médico a revisión y él mismo me acompañó. Al bajar las escaleras, me dijo al fin: “Ya te vas ahora sí güero, directo a Jardines de Morelos, ya no hagas cosas malas, ¿eh?” “Tú eres de allá, ¿verdad?”, le dije, “sí, soy tu vecino, mi esposa le compraba pañales a mi hijo en tu farmacia hace muchos años, ya pórtate bien, no cualquiera sale de ésta.” Y deseándome suerte me dejó con el médico. Éste se sorprendió y me preguntó el porqué nunca había asistido a consulta: “desde que estoy aquí, eres la primera persona que no viene ni por un dolor de cabeza”. Después me llevaron a la oficina del MP y luego a una sala en donde me esperaba Denisse: “¿cómo estás Alberto?, veo que haz subido de peso, ¿te ha ido bien aquí, no?”, me preguntó a lo que le dije: “¡sí, vieras que ya no me quiero ir!”, y al volver su cara de pocos amigos de inmediato le dije: “¡No es cierto!, ¿eh?, ya vámonos”. “No estés nervioso”, me dijo el actuario del juez que iba con ella y que hacía mas de dos meses antes me había indicado de mi arraigo. “Te voy a leer la resolución del juez”, y a lo que, palabras más, palabras menos me dijo: “en ésta fecha, queda suspendido su proceso de Arraigo y se le ordena inmediata libertad”, y dicho esto sonreí aliviado por fin.

Subí de nuevo a la dos cero siete por mis cosas. Le confirmé a mis compañeros que estaba libre, por lo que pude ver que a no todos les dio gusto eso, a exepción de Marcos y José Celestino. Me despedí de Fernando y Marcelo, quienes sólo me desearon suerte; de Julio César Abasolo, que saldría en unos días más, y de José Celestino, quienes me abrazaron. Por último de Marcos Sánchez, quien me miró muy triste, habíamos quedado unas semanas antes en que en cuanto saliéramos no volveríamos a vernos nunca para no crear sospechas mal infundadas. “Que Dios te Bendiga Alberto, y discúlpame otra vez por meterte en ésta bronca, yo no sabía que esto pasaría pero que bueno que ya pasó, por lo menos para ti.” “No te preocupes, ya saldrás también tú, ya verás”, y dándonos un fuerte abrazo salí de la habitación 207. Al salir, pensé que nadie iba a despedirse de mí de las otra habitaciones. No era tan popular como el “Delicioso” o como Juan Manuel Cavazos, sin embargo, de una de las habitaciones de las mujeres empezaron a gritarme: “¡Suerte güero, que Diosito te Bendiga!” a lo que de inmediato noté que la gente del segundo piso se asomaba a sus puertas y me veía. Me gritaban casi todos: "Suerte güero!". Se asomó incluso la licenciada Raquenel Villanueva y al observarla me sonrió en señal de buena vibra. Alcancé a decirle: “Adiós licenciada”. Su compañero, que estaba frente a su cuarto me pregunto: “¿Saliste en tus noventa días?”, “no, antes”, “entonces te vas consignado”, “¡no, me voy libre!” casi le grité.

Esa noche, salí por vez primera al patio sin llevar las manos detrás y con la cabeza en alto. Pude ver tantos detalles que no conocía de la sala de espera. Noté como cerca de veinte guardias me veían e imaginaba que sabían que era inocente e iba a mi casa. No estaba el comandante Armas, pero sí un segundo oficial quién me informó que terminaba mi arraigo, que estaba libre. Caminé hasta la puerta que nunca había visto a pesar de vivir casi tres meses en ese lugar. Hacía frío, sin embargo no me importaba, ansiaba sentir el frío de la calle. Al llegar a la puerta, el último custodio me observó y preguntó mi nombre: “Alberto Rivera Espinosa”, le dije, leyó una hoja y me abrió la puerta. Salí, pero en seguida se postraron frente a mí dos tipos vestidos de civil, a lo cuál uno de ellos y poniendo su mano en la cintura junto a un arma me preguntó: “¿Cuál es tu nombre?" "Alberto Rivera Espinosa”, contesté sin saber que pasaba. “Tenemos una orden de localización y presentación ante en Ministerio Público de la PGR, se te acusa por Delincuencia Organizada y Delitos contra la Salud, no te muevas estás detenido, acompáñanos, como nos trates serás tratado.”

1 comentario:

  1. Que emociones encontradas me dan al leerte...es tan adictiva la historia que me gustaria segui leyendo hasta el final.

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