miércoles, 13 de agosto de 2008

El Arraigo (parte IV)

Parte IV

La comunicación entre las celdas de los separos es bastante escasa. Con Marcos no había tenido la posibilidad de hablar, y ni mi abogado ni mi familia sabían hasta ese entonces que estaba pasando. Fue hasta que el actuario del juez nos notificó que seríamos arraigados que me dí cuenta de que José Celestino era la persona a la cual Marcos le vendía el Actifed. Las reacciones de los tres al momento de la notificación fue diferente. Marcos alegó que nos habían prometido que sólo iríamos a declarar y que regresaríamos a casa la misma tarde que nos detuvieron. Tenía una expresión de miedo y ansiedad, casi suplicó que nos dejaran ir y le recordó al actuario del juez que pronto su hijo sería operado y él no podía dejar de estar a su lado. Celestino quedó serio, no dijo nada. Supuse que él sabía que esto pasaría.

Por mi cabeza pasaron muchas cosas. Lo primero que pensé fue en la proximidad del cumpleaños de Maricela, seguramente no podría estar cerca de ella en ese día. También pensé en la salud de mi papá y el nacimiento de mi nuevo sobrino que se acercaba. Pensé en mi madre, pero más en mi hermana menor y el cómo lo tomaría. Sentí que el hecho de estar encerrado sería una decepción para ella, ya que me había dado cuenta que seguía mucho la forma en que me comportaba. Todo eso me daba mucha tristeza. Incluso me daba miedo. Nunca había estado en ningún problema legal y menos tan serio. Para ser sincero no recuerdo una sola palabra de lo que el actuario y Denise nos decían. Sólo que iban a darnos la notificación y que no importaba si la firmáramos o no, como alegaba Marcos, seríamos arraigados.

Denise por fin suavizó su modo. Mirándonos seria, pero en especial dirigiéndose a mí, nos decía que en el arraigo estaríamos cómodos, que todos los días podríamos tener visita y que hasta tendríamos televisión. Que lo tomáramos como unas vacaciones. Sin embargo, a ninguno de los tres nos agradaban unas vacaciones así. Marcos insistía que no podía faltar a la operación de su hijo. Celestino, serio, sólo observaba la reacción de nosotros. Yo, entendí que estaba en un lío bastante serio.

Unos minutos después, la relativa tranquilidad cambió por completo. Llegaron cerca doce oficiales vestidos de negro y encapuchados. Nos recargaron en la pared y nos desnudaron de nueva cuenta. La persona que iba de traje apuntaba algo en alguna libreta. El oficial de guardia, cayado, sólo observaba, y mientras nos vestíamos de nuevo, uno de los oficiales de negro, el más alto, se quitó la capucha y con una voz penetrante nos gritó: “¡A partir de ahora, a todo, ¡Sí señor!, ¿Entendieron?! “Sí”, contestamos titubeantes. “¡Sí señor!”, gritó de nuevo, para dejar en claro a lo que se refería. “¡Sí señor!”, dijimos temerosos al fin. Y después de esposarnos de nuevo, dos oficiales a cada uno de nosotros, nos condujeron bruscamente a tres camionetas. Imagino que serían cerca de veinte oficiales en total, ya que por lo menos iban dos autos más escoltándonos y con las sirenas y torretas encendidas.

El viaje al Centro Nacional de Arraigos de la Ciudad de México fue breve, tal vez quince minutos a lo mucho. Incluyendo un par de minutos perdidos debido a algún accidente aparatoso. De lo que recuerdo es que, a diferencia de los agentes que nos llevaron a las instalaciones de la SIEDO, éstos no hablaron conmigo. Sólo se escuchaban las sirenas de las patrullas que nos escoltaban. Recuerdo sin embargo que alcancé a ver lo que me pareció la Torre Latinoamericana, sólo que ésta se encontraba del lado izquierdo. Me costó un poco de trabajo, pero pude entender que iríamos en sentido contrario al flujo normal, justo en el carril destinado al trolebús.

Ya en la madrugada del 3 de septiembre, a las tres y veinte de la mañana, entramos a lo que llamaríamos “La Casa del Arraigo”. Ésta era un antiguo hotel de paso de tres pisos en la colonia Doctores, el cuál había sido acondicionado para fungir como la antesala de algún reclusorio. En ella estaban en proceso de ser recluidos o liberados cerca de ciento cincuenta personas provenientes de diversas partes de la República Mexicana y algunas del extranjero. Al entrar al vestíbulo lo primero que pude apreciar fue la imagen de un Cristo en la pared, junto, una mesa de plástico con un par de sillas del mismo material. Ahí nos pusieron de frente a la pared aún esposados. Permanecimos así por espacio de diez o quince minutos, los cuales se me hicieron eternos. Los oficiales encapuchados que nos llevaron al parecer ya se habían ido, y los que estaban en la Casa apenas susurraban. Fue un momento muy tenso, nadie nos informaba qué era lo que deberíamos hacer o cuales eran nuestros derechos y obligaciones. Transcurrido éste tiempo, los pocos oficiales que hablaban callaron, fue entonces que observé que llegó un tipo enorme, de casi dos metros de estatura, de una complexión bastante robusta y que pesaría seguramente unos ciento veinte kilos por lo menos; era de tez blanca y vestía un pants color negro. Aparentaba cerca de treinta y cinco años de edad, aunque tal vez tendría más. Se sentó en la mesa y le acercaron unas hojas. Las leyó en silencio por espacio de cinco minutos y después con una voz muy grave preguntó a los oficiales: “¿Dónde está Robles?”. Nadie respondió, pero se acercó titubeante un tipo que no usaba uniforme, y con una voz tímida le contestó: “pidió permiso para irse comandante, tenía un problema en su casa”. “¿Y quien cabrones le dio permiso para irse?, ¡me vale madres!, ¡llámale y que se presente enseguida!”. “¡Sí señor!”.

Volvió por fin la vista a donde estábamos y en tono serio nos dijo: “A ver, ustedes tres, volteen para acá. Véanme y escúchenme bien porque no lo voy a repetir. Soy el Comandante Armas y estoy a cargo de ésta Casa de Arraigo. Ustedes estarán aquí por noventa días, ni uno más. Tal vez menos, pero ni uno más. El porqué están aquí me vale madres. Ese no es mi problema. A mi no me interesa si son narcos, secuestradores o terroristas. Tampoco me interesa si son inocentes. Mi única obligación con ustedes es su seguridad. Y su obligación para conmigo es que me obedezcan. Nada más. Lo demás es cosa del Ministerio Público. Ya les dijeron, tengo cámaras y micrófonos hasta en el baño. Yo sé hasta lo que cagan. Aquí todo lo vemos y lo escuchamos. ¡El Big Brother se queda chiquito comparado conmigo! Así que ya saben. ¿Tienen bronca con narcos, con secuestradores o con zetas?” preguntó. “No.” Respondimos. “Pues que bueno, porque los voy a meter con ellos.” Sentí un nudo en el estómago. Preguntó: “¿Porqué están aquí?”. Antes que le contestara como a Denise el “porque nos trajeron”, Marcos se me adelantó, y con una voz apenas audible dijo: “bueno es que yo, haga de cuenta, soy chofer, pero mi hijo tiene un problema en la próstata y yo le dije a él que me hiciera el paro. Bueno, él es el vendedor y yo el repartidor...”, “hicimos un desvío de pseudoefedrina” interrumpí a Marcos, ¿cómo que yo era el vendedor?, y dándole una breve explicación de nuestra situación se quedó callado. “Pues no entendí ni madres hijo, pero como ya les dije, ese no es mi pedo.” Y volteando hacia donde estaba uno de los guardias le preguntó: “¿A dónde, con quien?, ¡muévete, dame la lista!”. Le llevaron un par de hojas más y nos informó: “se van al segundo piso, habitación 207, van a ir de amarillo. Quiero que les quede claro una cosa, en ésta casa de arraigo tenemos mujeres, van a estar en el piso donde están ellas, donde me entere que uno de ustedes cruza siquiera la mirada con una de ellas, ¡ay!, van a desear no haber hecho lo que quiera que hayan hecho”, dijo y esbozó una leve pero sarcástica sonrisa. Se levantó y con un tono más grave ordenó: “A ver Fernández, llevate al Cártel del Doctor Simi a sus habitaciones.” “¡Sí señor!”. Sin embargo sólo dimos vuelta al vestíbulo y aguardamos un momento, al parecer iban a llevarnos a una nueva revisión médica y a pasar con el representante del MP. Mientras aguardaba a que primero Marcos y después Celestino pasaran con ellos, escuché lo que decía el Comandante Armas a alguna persona: “¿Para ésta pendejada me trajeron?, ¡que no mamen! Éstos no traen ni madres.”

Después de pasar al médico que hizo la enésima revisión ocular en busca de huellas de maltrato y con el MP, que únicamente nos informó lo que ya sabíamos: que la resolución del juez era la de arraigarnos por noventa días. Nos subieron por las escaleras hasta nuestra habitación. Ya en el segundo piso, subiendo la escalera había un escritorio. Ahí nos aguardaba un oficial de mediana estatura, moreno y barba de candado. De repente, su rostro se me hizo muy familiar. Éste nos dio las indicaciones: “A las seis de la mañana es el cambio de turno. Pasa el nuevo turno a tomarles lista. El oficial les grita sus apellidos y ustedes contestarán con su nombre. Pueden seguir durmiendo si así lo desean. Al diez para las siete se les da la orden para formarse. Ustedes lo hacen el pasillo del lado izquierdo. Las mujeres del lado derecho. Está prohibido hablar con ellas. Bajarán en forma ordenada al comedor. No pueden hablar. Si desean algo en el comedor, alzando la mano se les acercará un mesero o un oficial. Tienen quince minutos para tomar sus alimentos. Cuando se de la orden de formar, lo hacen de forma ordenada. Primero las mujeres, después ustedes. A las diez empieza la hora de visita. En cuanto llegue su familiar se les llamara e irá un oficial por ustedes. Siempre que salgan al patio deberán ir con la cabeza agachada y las manos detrás. Ya en el patio podrán comportarse más libres. La visita termina a las dos de la tarde. A las dos y media es la hora de la comida. A las cinco es la hora del descanso. Bajarán de nuevo al patio en forma ordenada. A las cinco y media suben. Sábados y domingos suben hasta las seis de la tarde. La hora de la cena es a las siete. Eso es todo.” Y entregándonos un par de camisetas de color amarillo nos dijo: “aquí manejamos a los internos por colores: el amarillo como ustedes, son lo que vienen por delitos contra la salud y delincuencia organizada. O sea, narcotraficantes y vendedores de drogas en general. Los de rojo vienen por delitos relacionados con secuestro. Los de verde, por lavado de dinero o fraude. Los de anaranjado por posesión de armas o terrorismo. Hay gente que se les viste de blanco, que casi no tenemos, ellos vienen por otro tipo de delitos que no están catalogados.” Y diciéndonos esto nos condujo a la habitación.

Todo estaba en silencio, ya que eran cerca de las tres y media de la mañana. La habitación 207 era la penúltima de un largo pasillo. Entramos y el oficial encendió la luz. Casi gritando dijo a los que domían en ella: “Hey, ya llegó el Cártel del Doctor Simi, no se pasen de gandallas con ellos.” Y pidiéndonos sarcásticamente que nos pusiéramos cómodos, cerró la reja y apagó la luz.

sábado, 9 de agosto de 2008

El Arraigo (parte III)

Parte III

Los separos de la SIEDO están en la parte inferior del edificio. Para llegar allá desde las oficinas, es necesario bajar tres o cuatro pisos, atravezar un enorme patio, y bajar de nuevo hasta el sótano. En primer instancia se podía observar el estacionamiento, donde a oscuras, apenas puede visualizar unas diez camionetas suburban y un par de patrullas. También ví un autobús de la AFI. Del lado derecho había una pequeña sala que conducía a una puerta de madera, y al fondo una enorme puerta de acero color negro donde se encontraba el guardia de turno, un tipo alto de cabello recortado, un poco robusto y con unos anteojos de una graduación bastante considerable.
Justo al entrar a los separos regresó la luz. Así pudimos observar cerca de diez celdas de cada lado. Las rejas eran de color blanco y las paredes en crema. En medio del pasillo había unas bases hechas de cemento con las llaves del agua de los baños. Cada celda tenía una litera hecha de cemento, el retrete estaba detrás de la misma y junto un lavamanos. Al fondo, y pegado a la pared en la parte de arriba, un tubo del cual seguramente iría una regadera, y debajo, un agujero que llevaría una coladera. Las celdas no estaban terminadas. Todo en la SIEDO era nuevo.
El oficial de guardia nos pidió que nos quitáramos la ropa para hacer una breve revisión ocular. Después, nos pidió que nos vistiéramos, pero sin calcetines y que le quitáramos las agujetas a los zapatos. Me pidió también que dejara un collar que llevaba. Con tristeza lo hice, llevaba años sin quitármelo y me dolió entregárselo. Me arrepentí no haberlo dejarlo en el sobre amarillo que entregarían a mis familiares. Sabía que no lo vería de nuevo. Así, me condujo a una de las celdas del fondo, junto a la cual, había una persona que se había despertado al momento de llegar la energía eléctrica. Frente a la celda de éste, metieron a Marcos. Fué cuando por fin lo tuve de frente. Con una mirada triste me dijo: "Lo siento güey, no sabía que ésto pasaría." No le contesté, pero le sonreí. Sinceramente pensé que él no tenía la culpa del todo, no me había obligado a hacer el desvío, pero no tenía ánimo para hablar de eso. Lo noté mal, se veía desesperado, pero ya no le dije nada. En eso, la persona que estaba en la celda contigua a la mia habló. Se presentó primero, dijo llamarse José Juan y que venía de Guanajuato acusado de secuetro y homicidio. Me tendió la mano de forma cortés tras las rejas. Tenía una manos pequeñas, por lo que pensé que alguien con las manos así no podía ser asesino de nadie. Preguntó el porqué estabamos ahí y Marcos le explicó brevemente. Yo preferí dormir un rato, acomodé unas cobijas malolientes y me acomodé de tal modo que no tuviera las rejas a la vista. De alguna manera no quería sentirme encerrado.
Unas horas después desperté en penumbra, ya que volvió a irse la energía eléctrica. Nunca en la vida había sentido una oscuridad tan abrumadora. Abrir los ojos y no ver ni mis manos, no escuchar nada, me hizo temer. Pensé que había muerto o por lo menos, empezaría a hacerlo. Imaginé que así era como se moría, dejando uno a uno los sentidos. Sentí que después dejaría de oler las cobijas malolientes y luego el sabor amargo de mi saliva, y por último el frio. Lo que no sabía es porque seguía consciente. Entonces pensé que estaba soñando. Me agradó en principio la idea. Pensé que al despertar estaría en casa, en mi cama y que ni siquiera me habían despedido de la empresa. Que a la mañana siguiente volvería a ser todo normal. Quise despertarme, pero seguía todo en oscuridad y silencio. Hasta que de repente llegó la energía y comprobé que seguía en la misma celda y con las mismas cobijas malolientes. Con la luz llegó tambien un sonido molesto. Era como el de una bomba de cisterna, agudo y bastante fuerte. Esa noche no volví a dormir.
Al siguiente día nos llevaron temprano el desayuno. Con el estómago lleno el humor cambia. El oficial de los anteojos enormes regresó después para llevarse la basura y preguntar si necesitábamos algo, a lo que respondí que necesitaba una armónica, ya que había visto varias películas donde los encarcelados las tocaban. Se rió de buena gana pero alcanzó a decirme: "Cómo, no güero, ¿no quieres que te traiga también un pastel?". "Si le va a meter dentro una lima, sí", respondí y mientras recogía las charolas de unicel se fué riéndo. Un nuevo guardia regresó a la media hora. Se dió cuenta que habían dejado a Marcos a la vista mia, y que estaba prohibido tener ese tipo de contacto. Lo pusieron de mi lado, pero cerca de la entrada, mientras que a mí me encerraron en la celda de José Juan.
Mientras unos albañiles empezaron a trabajar en algunas celdas, José Juan me contó su historia. Había llegado el mismo día que nosotros, pero inmediatamente lo llevaron a las celdas. Dijo que era diseñador gráfico y estaba casado. Tenía un niño muy chiquito. Le gustaba su trabajo pero había tenido un problema con su jefe. Al parecer éste se había acostado con su esposa. No entendí muy bien cómo, pero José Juan lo había amenazado de muerte. El caso es que secuestraron y asesinaron a su jefe, y obvio, éste era el primer sospechoso. Se justificaba diciendo que amaba a su esposa, y que hasta la había perdonado, que no tenía porqué matarlo, pero todo apuntaba en su contra. De repente algo interrumpió su charla. Llegó un nuevo inquilino. Se trataba de un tipo de mediana estatura, complexión robusta y abundante cabello. Al principio no puse mucha atención, preferí seguir acostado en la cama de arriba, pero José Juan seguía al pendiente de cada movimiento de lo que pasaba con el nuevo. De repente exclamó: "¡Éste güey sí que está mamado!." A lo que me asomé y al verlo de espaldas, desnudo, observe unos brazos y piernas bastante musculosos. Volteó y tenía la expresión de un delincuente. Barba crecida, abundantes cejas y cicatrices provocadas por un acné severo. Pero lo que me llamó la atención no fué eso. En la celda de enfrente ya estaba Marcos, lo habían cambiado en el ajetreo de la llegada del nuevo, pero se llevaba las manos a la cabeza y se veía aún más desesperado. El nuevo inquilino era ni más ni menos que José Celestino.
Más tarde nos llevaron a Marcos y a mí para hacer nuestra declaración. Ya no sería el licenciado Tlacomán o algo así el que llevaría mi caso, sería el licenciado Islas. Me dijo que mi caso estaba muy raro, que era incomprensible el porqué me habían llevado, pero que trataría de sacarme lo más pronto posible. Me dijo que lo más que podían tenerme en los separos era un lapso de cuarenta y ocho horas, que podían ampliarlo a dos lapsos, pero no más. Declaré conforme a lo que sucedió, sabiendo que la mejor manera de defenderme era diciendo lo que había pasado en realidad. Confié en que Marcos haría lo mismo. Denise no abundó nada más de lo que ya me había preguntado la noche anterior. Pensé que todo iba por buen camino.
Esa tarde, y la del día siguiente mi mamá y mis hermanas me visitaron, a Marcos lo visitaron su esposa y una señora que supongo era su mamá. A José Juan y a José Celestino nadie fué a verlos. Pensé que porque José Juan vivía lejos y que al otro aún nadie sabía que estaría ahí. Después, el licenciado Islas fué sólo para informarme que seguía trabajando en mi caso y que aún no entendía el motivo porqué me habían detenido. Que buscaría la manera de ampararme. Sin embargo lo noté un poco tenso. Ésta vez no me dijo que no me preocupara.
Después de la media noche, un sonido estremecedor minimizó el eterno ruido de la cisterna. Se abrió abruptamente la puerta principal de acero e ingresaron varios oficiales y un tipo de traje. "¡Marcos Sánchez, Alberto Rivera y José Celestino!", gritó uno de los guardias mientras apenas y razonábamos lo que pasaba, "¡Levántense!." Nos levántamos y nos llevaron a la rejilla de prácticas que había servido antes para nuestras visitas. Ahí, Denise, con cara de pocos amigos y un señor que se notaba habían despertado a media noche y dijo ser el actuario del juez nos informaba una resolución: A partir de ese momento estaríamos arraigados por noventa días.

jueves, 7 de agosto de 2008

El Arraigo (parte II)

Parte II

Nos subieron a la suburban, supongo que debí haber sospechado de ella desde que la vi, sin embargo, y a pesar de ésta nueva experiencia, no sentí temor alguno en ese momento, nos dijeron en tono serio que como los tratáramos seríamos tratados con la intención no intentar escaparnos o hacer algo, por lo que, ni Marcos ni yo nos opusimos. Entendí que el tiempo en que me entretuvieron en la Empresa y el que entretuvieron después a Marcos, fué para dar aviso a las autoridades y así poder llevarnos a ambos al mismo tiempo, sin necesidad de ir por nosotros a nuestros domicilios. Entendí también el porqué habían llamado a Arturo a no salir conmigo, para no confundirlo con nosotros al momento de retirarnos. Pero ya era tarde, no había pasado por mi cabeza el que fueran a detenerme, y mucho menos la Agencia Federal de Investigaciones. En el camino al Ministerio Público, los agentes que nos detuvieron nos preguntaron qué habíamos hecho, a lo cuál Marcos torpemente les explicó, pero quedaron más confundidos. Pregunté a qué nos llevaban, a lo que nos dijeron que sólo íbamos a responder unas preguntas, que no teníamos nada que temer, que saldríamos en seguida. De cierto modo me tranquilicé, me dije a mí mismo que estaba por vivir una nueva experiencia, y que más tarde se lo contaría seguramente a Roque y a Martín, mis amigos y compañeros de la empresa.
Sin embargo no fue así. Al llegar a nunca supe donde, ya que íbamos con la cabeza agachada, nos bajaron de la suburban y nos esposaron. Las manos detrás y el sentir el acero frío en las muñecas me hicieron sentirme mal, sentí que toda la gente nos veía, me sentí incómodo. Sin embargo, el agente que me esposó trató de tranquilizarme: “Tranquilo güero, tal vez no pase nada, igual y en la noche ya estás en tu casa.” “Ojalá.” Respondí. Sin embargo, de verdad empezaba a asustarme.
Entramos en un enorme edificio que parecía nuevo. Afuera decía Subprocuradoría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada, SIEDO, de la cual no tenía ni idea de lo que eso significaba, pero daba miedo. Nos llevaron esposados por un patio enorme, había algunos murales y fuentes, de hecho no los vi bien, el agente que me llevaba me decía que siguiera con la cabeza agachada, nunca me permitió ver de quién se trataba, pero por su voz imagino que tendría unos veinticinco años más o menos. Después de subir varios pisos, llegamos a una sala llena de cubículos. Ahí me separaron de Marcos y me metieron a uno donde estaba una mujer como de treinta y cinco años, robusta con cara de pocos amigos, de pie leyendo algunos documentos. Me quitaron las esposas y me pasaron mientras me decían que me sentara de frente a la pared. Así lo hice. La mujer no hizo comentario o movimiento alguno. En el piso logré ver algunas charolas de unicel, botellas de agua, basura de comida rápida en general. Había también cajas enormes de computadoras e impresoras, un escritorio que tenía todavía etiquetas y que también parecía nuevo. Por fin ella salió sin decir nada. Veinte minutos después, apareció de nuevo y me pidió que me acercara a su escritorio. “¿Porqué estás aquí?” preguntó mirándome fijamente con unos ojos pequeños color oscuro. Tenía la nariz chata, la boca gruesa, el cabello corto. Vestía con ropa poco formal, llevaba mezclilla es lo que recuerdo, creo que una camiseta y un chaleco como los que usan algunos policías. “Me trajeron.” Respondí con algo de sarcásmo. No se inmutó, a lo que imaginé que no le había dado gracia mi chiste. “Hice un desvío de medicamento, y nos cacharon en la empresa.” Dije al fin. “¿Qué medicamento?, ¿Chochos, controlados, o de qué tipo?”, “¡no!, nada de eso, es un antigripal”, me justifiqué, pensando que ésta tipa no tenía ni idea de qué tipo de medicamento se trataba. Así siguió un interrogatorio informal por unos diez minutos más. Me dijo que pasarían a tomarme algunos datos después.
Llegó un tipo el cual llevaba un sobre amarillo y una hoja. Me pidió que apuntara en ella todas las pertenencias que llevaba en ese momento, incluyendo dinero y tarjetas de crédito. Apunté con lujo de detalles todo. Después, me pidió que dejara todo en el sobre, incluyendo mi vieja gorra blanca. Una hora después, llegaron tres sujetos. Uno era alto y delgado, llevaba camisa blanca y corbata negra; uno más, de estatura mediana y vestido con una chamarra de algún equipo de fútbol americano, y uno más, con traje gris camisa de color claro y una corbata de color rosa. El primer tipo volvió a preguntarme de forma cortés lo que había pasado, a lo cuál se lo conté nuevamente, pero no hizo comentario alguno. Los otros tipos, de pie, sólo escucharon. Salieron y seguí sentado sólo viendo a la pared.
Después de otro rato, el tipo de la chamarra volvió con una charola de comida y una botella de agua. Me dijo que comiera, a lo cual no tardé en hacerlo, tenía bastante hambre, imaginaba mientras comía que seguramente mi familia ya se habría dado cuenta de mi ausencia y que seguro estarían buscándome, pensé que ya iban a ser las nueve o diez de la noche, esto basándome en mi hambre, por su puesto. Imaginaba también que Martín tendría algunos problemas para llevar a cabo mi trabajo, ya que no contaba con la experiencia necesaria para hacerlo, pero seguramente Arturo estaría apoyándolo. También pensé en Maricela, mi exnovia. A pesar de la situación tan incomoda no me sentía tan atemorizado, sabía que lo que había hecho no era para tanto, que con el sólo hecho del despido de la empresa bastaba, y que lo demás era mero trámite. Gran error.
Justo después de comer, volví la vista hacia afuera del cubículo y observé algo distinto a lo demás. Ricardo Pedraza estaba ahí. Él era uno de mis clientes, uno de los que acostumbraba a pedir el Actifed en grandes cantidades. Sin embargo se veía pálido. Volteaba para todos lados y se veía muy inseguro. Fué cuando me vio. Le sonreí para darle un poco de ánimo, ya que me llevaba muy bien con él. No contestó mi saludo. Pero el tipo de la corbata rosa me observó, a lo que entró de inmediato. “¡¿De qué te ríes cabrón?!”, me dijo y quedé estupefacto, era la primera vez que alguien me trataba de intimidar. “¿Crees que es muy chistoso todo esto?, ¿Crees que de verdad que no estás en problemas?, te voy a decir algo, tu amigo ya confesó, dijo que tú organizaste el desvío, que llevas rato haciéndolo y que se lo vendes a no sé cuántos, no sé de qué te ríes.” Quedé callado. De repente no supe qué contestar. Se puso de frente y me dijo: “Más te vale que digas de una buena vez a quienes se lo vendes, ¿no te has dado cuenta que por lo que hiciste te vas cuarenta años?.” Me armé de valor en ese momento, contesté: “Ya les dije lo que hice, hice sólo el desvío, si tú me dices que por hacer el desvío son cuarenta años, ¡pues me voy cuarenta años!.” “¿Así de huevos?.” “Así de huevos.”, contesté sin dejar de mirarlo a los ojos. Sonrío irónicamente y salió de inmediato mientras entraba de nuevo Denise, la agente que había estado primero conmigo. Me pidió que volviera mi silla hacia el escritorio, frente a ella. Me hizo un par de preguntas más mientras me veía insistente. Supongo que estaba estudiando mi comportamiento. “¿Porqué no me crees?, ¿tengo cara de mentiroso?” Entonces sonrió. Eran sus dientes blancos y perfectos para su cara ruda y áspera. “Deberías sonreír más seguido, tienes bonitos dientes”, arriesgué mi comentario, a lo cual volvió su expresión seria, fija su mirada en mi, pero sonrojada, y deduje que había dado en el clavo, ya no sería tan áspera mi relación con ella.
Cerca de las doce, supongo, me habían tomado las huellas digitales, la clásica foto con mis datos en el pecho, de ambos perfiles, etc. Me habían desnudado para comprobar huellas de maltrato físico por parte de los agentes que nos llevaron, y hasta el antidoping, pero aún así no me habían dejado comunicarme a casa. Una hora después llegó, el licenciado Tlacomán o algo así, me explicó que sería mi abogado de oficio, que yo tenía ese derecho para poder hacer mi declaración preparatoria. A lo cual, y con falta de experiencia y sin contar con otra ayuda, accedí, fue entonces que me trasladaron a otro cubículo en donde Denise empezó a redactar mi declaración, pero ésta no se pudo llevar a cabo por que se fue la energía eléctrica en un par de ocasiones, por lo que la dejamos pendiente para el siguiente día.
Ya cerca de las dos de la mañana y después de hablar por fin a casa, Denise me confirmó que pasaríamos la noche en los separos, que sólo sería ésta vez ya que no habíamos podido hacer nuestra declaración. Después, esposado de nuevo, me llevaron junto con Marcos, que en todo momento estuvo en otro cubículo, a los separos de la SIEDO.

El Arraigo (Parte I)

Parte I

A Marcos lo conocí por teléfono. Recuerdo la vez que me llamó por vez primera: “¿Alberto?”, “Sí.” Respondí, “Hola güey, ¿cómo estás?, soy Marcos, el chofer de la ruta de Jardines.” Tenía ya dos años en la empresa, y si bien no era necesario conocer a ningún repartidor de mi zona, me gustó el hecho de que me llamara, ya que antes de él, el anterior repartidor al cual no conocí, había tenido algunos problemas con mis clientes y éstos me habían presentado varias quejas. “Hola, ¿que pasó?, ¿en qué puedo ayudarte Marcos?” contesté amablemente y correspondiéndole a ese aire de familiaridad con el que se presentó conmigo. “Pues nada güey, tu teléfono me lo pasó una de tus clientas, pero te hablo para proponerte un “bisness”, cómo ves?”. “Pues tu dime, a ver de que se trata”. El tono de voz de Marcos se volvió un poco mas grave a pesar de que empezó a hablar en voz baja, de inmediato noté que lo que iba a proponerme no iba a ser nada bueno.

En Casa Saba, una empresa dedicada a la distribución de medicamentos a farmacias y en la cual yo laboraba desde hacía mas de dos años, era de dominio popular, que tanto repartidores como representantes de ventas tuvieran esos nexos oscuros, en la que en base a engaños, ya fuera a los clientes, o a la misma empresa, se pudieran hacer algunos negocios por fuera, como vender mercancía sobrante, o hacer perderiza alguna factura o nota de crédito, para luego sacar tajo de la misma. En el tiempo que llevaba, tenía un historial bastante bueno, salía limpio de todas mis auditorias, no tenía problemas referente a clientes morosos y mucho menos, quejas de éstos o de la misma empresa por hacer mal uso de mi trabajo. En realidad me gustaba mucho mi empleo. Durante más de quince años mi familia tuvo una farmacia y estaba embalado en éste negocio desde muy chico. Me gustaba la atención que daba a mis clientes, la relación con los compañeros y jefes, e incluso podía decirse que portaba con gusto y orgullo la camisa de la empresa, era, supongo, lo que llamaban un empleado ejemplar.

“Mira güey, la verdad es que podemos sacar mucho dinero con el ‘Acti’, lo único que necesitamos es que lo factures a las farmacias que no te lo piden y yo se lo vendo a un señor que me las paga, y me las paga bien, te voy a dar una buena lana por cada pieza que saques”. Al “acti” se refería a un medicamento llamado “Actifed”, el cuál tenía como ingrediente en su formulación la sustancia llamada “Pseudoefedrina”, la cual sabía que era un elemento para la elaboración de drogas sintéticas. Era también de dominio público que algunos de los antigripales fueran usados para éste propósito. La mayoría de mis clientes me pedía éste medicamento en cantidades considerables, pero la empresa sólo me permitía venderles treinta piezas al día por farmacia. “No creo que se pueda, no hay existencia en bodega y quien sabe hasta cuando haya. Además casi todos me lo piden, no voy a poder facturar a nadie.” Contesté mas que nada por salirme pronto del asunto, para no enredarme con un negocio ilícito que podía traerme problemas. “No te preocupes güey, ya sé que no hay, pero luego te marco otra vez, aunque sea para conocernos y echarnos unas chelas, ¿cómo ves?”. “Sí, está bien.” Corté la llamada lo más pronto que pude, la verdad es que ya no quería tener relación alguna con él, se notaba que sabía de ese negocio y pues de cierta manera, no me interesaba en lo más mínimo.

Un mes después, todo cambió. La tarde del 25 de Agosto del 2006, volvió a llamarme. “¿Beto?”. “Sí, ¿qué pasó?”, dije sin reconocer el número de teléfono, pero sí su voz arguandientosa, “¿Qué onda güey, cómo estás?, ¿qué crees?, ya hay “acti”, y necesito que me hagas el paro”, me dijo sin chistar. “Van a operar el martes a mi hijo y la verdad necesito lana, no seas así, échame la mano, sólo ésta vez.” Debo confesar que soy un tanto débil de corazón, y de cierta manera me envolvió con el pretexto de la operación de su hijo. Después de casi diez minutos de planearlo en una conversación por celular, quedamos de acuerdo. Sacaría tres pedidos de Actifed de manera ilícita para poder vendérselos.

Al siguiente día, realicé ésta operación, mientras, toda la mañana me paseaba nervioso en casa, tenía el presentimiento que no fuera a resultar del todo bien, sin embargo, cerca de las dos de la tarde, Marcos me llamó y me confirmó lo contrario, me dijo que había dejado “mi pago” en el negocio de mi hermana, todo esto, para no provocar sospecha a nadie, ya que seguiríamos sin conocernos. Pero volvió a decirme, que todavía había existencias para dos o tres días más, que sería bueno que lo volviéramos a hacer.

Así lo hicimos. Cuatro días después, y con varios billetes de más en mi cartera, Arturo Torres, mi supervisor, me llamó al celular a media mañana: “¡¿Qué hiciste cabrón?!, tienes un citatorio para mañana porque te van a correr, ¡y a mí junto contigo!.” “¿A ti porqué?”, pregunté intrigado. “Porque vendiste Pseudoefedrina a farmacias que no te lo pidieron y soy directamente responsable de tus ventas.” Sentí un dolor en el estómago, ya había algunas consecuencias, y lo malo no era eso, era que había una victima inocente, mi supervisor y amigo Arturo Torres.

En la mañana del siguiente día, y con todas las cosas que iría a entregar para que la empresa me despidiera, llegué caci treinta minutos después de la hora en que me citaron. En la puerta, con celular en mano, y después de cuatro llamadas que me había realizado en menos de una hora preguntando a qué hora llegaría, Arturo se paseaba con mucho nerviosismo. Yo, riéndome más de nervios que de burla, traté de tranquilizarlo, le dije que ya había hablado con el repartidor y no lo íbamos a involucrar, y que nos echaríamos la culpa y aceptaríamos las consecuencias. Así fue. Después de entregar toda la documentación, de que me realizaran una última auditoria y de que me levantaran un Acta Administrativa, el jefe de Recursos Humanos me explicó que por tratarse de un desvío de Pseudoefedrina, la Empresa tenía que darme de baja, lo cual acepté de inmediato, excluyendo de toda culpa a mi jefe inmediato Arturo Torres. Así lo hicieron y me despidieron. Sin embargo no me dejaron ir inmediatamente, de alguna manera me entretuvieron un par de horas más.

Cerca de las cuatro de la tarde, un tipo alto, delgado, de tez blanca y escaso cabello, de unos treinta y cinco años de edad, vestido con pants y tenis blancos entró a la sala de Recursos Humanos, una hora después salió. Me vió, y con su dedo pulgar y una sonrisa triste me saludó. Entendí que era Marcos, el repartidor con quien había hecho el desvío y que también estaba siendo despedido. Salió, e inmediatamente después lo hicimos Arturo y yo, sin embargo alguien le dijo a Arturo que aguardara un momento, a lo que él me dijo que lo esperara afuera. No volví a verlo. Mientras, en el patio de las camionetas de reparto, una suburban de color azul oscuro y con las iniciales del AFI, se estacionó presurosa, de atrás del área de devoluciones salieron dos tipos altos, vestidos de civil quienes se acercaron a Marcos y lo detuvieron y mientras me decía a mí mismo: “¡Pobre Marcos, ya lo agarró la AFI!”, otros dos tipos se me acercaron pidiéndome que no me moviera, que estaba siendo detenido y que tenía que presentarme con ellos ante el ministerio público.

domingo, 3 de agosto de 2008

Uñas


Me recargué en la silla y entrelazé mis dedos tras la nuca mientras me estiraba. Giré un poco la cabeza y observé por el monitor que entrabas.
No me levanté en seguida, Ale o Edith seguro te atenderían. Sin enbargo, tu silueta sensual hizo irremediable buscar tu rostro.
Al no poder encontrarlo, me levanté. Rápidamente me acerqué al mostrador para atenderte antes de que ellas lo hicieran. Llegué y en un tono de Don Juan te saludé amablemente.
- Hola, buenas noches, ¿en qué puedo ayudarte?.- No contestaste. Tenías la cabeza agachada, como buscando algo en las vitrinas. Observé tu cabello corto y negro que ocultaba tu frente. Tu perfil me indicaba una nariz pequeña pero perfecta, y tu cuello blanco, desnudo, dejaba ver un lunar que incitaba a besarlo.
Entonces volteaste y tus ojos fueron directo a los mios. Ojos claros de color café. Cejas delgadas, pestañas largas naturales. Un nuevo lunar junto a unos labios rosados que invitaban a besarlos. Una expresión muy serena.
- Dame unos preservativos Sico Rojos.- por fin dijiste sin quitar la mirada de la mía.- Y tambien un gel lubricante.- Mi rostro cambió repentinamente de expresión; mi respiración se volvió confusa, mis manos temblaron. Busqué lo que pedías y al pasarlo por el escáner te miré y seguías observándome.
- Son ciento diez pesos.- dije apenas audiblemente. Fué entonces que esbozaste una leve sonrisa, sabías que me tenías en tus manos. Me pagaste y sin dejar de mirarme, rasguñaste lentamente mi mano con tus uñas largas y delgadas.
-Gracias.- sonreíste de nuevo, volteaste y caminaste hacia la calle, segura de tí misma, con el triunfo en tus manos y llevándote la poca dignidad que me quedaba.


incitatüs
(agosto'08)
imagen: internet