domingo, 21 de diciembre de 2008

Reencarnación

Me miro en el espejo y trato de reconocerme. Soy joven, ojos azules y cabello rubio. Llevo puesta una especie de bata blanca y una cofia del mismo color. El ambiente se torna gélido, un rayo de luz se asoma por entre las nubes y penetra por el enorme ventanal del vestíbulo central. Me encuentro en Basilea, Suiza, es el año 1889. Recién llegué de Viena y es mi primer día como enfermera en ésta clínica para enfermos mentales.

De repente, algo interrumpe mi concentración. Escucho algunos alegatos entre el personal médico y algunas personas. El Director General trata de hablar con una mujer a quien llama Elizabeth. Ella lo ignora y con ayuda de otras personas veo que trata de llevarse a un interno. Me acerco tratando de saber que es lo que sucede. Ella insiste en que se llevará a su hermano a quien nombra Federico. El médico, le explica que éste aún no está dado de alta.

Sin importarle lo que el Director dice y con ayuda de otras personas sube a su hermano a una silla de ruedas. Veo por fin al enfermo pero no logro reconocerlo. Cabello y barba abundante, ojos desquiciados y una ansiedad extraordinaria enmarcan un rostro agresivo, prepotente. Mientras lo llevan a un auto, hacen una pausa, Federico me mira y eufórico logra gritar con una voz estremecedora: “¡Yo soy el Superhombre!, ¡soy el principio y fin de todas las cosas!”. Se hace un silencio en toda la clínica que se vuelve sepulcral.

Asustada cedo el paso, y veo como se alejan poco a poco. El Director, con un dejo de tristeza se posa junto a mí y los observa también. Acaricia su barba tratando de buscar una explicación a lo sucedido. Intrigada y aún con la potente voz del enfermo entre mis sienes, le pregunto de quien se trata.

-¿No lo escuchaste? Él es el Superhombre.


incitatüs
(diciembre'08)

Ejercicio 8
Viernes de Taller
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jueves, 11 de diciembre de 2008

Entrevista


Toda la noche pensé en cuál sería la pregunta con la cual iniciaría ésta plática. Había pensado en un ataque directo, duro y conciso; tratar de acorralarla con la pregunta que seguro trataría de evitar a cualquier cosa. Sin embargo, sabía que al tenerla frente a frente, ella podía con su sola presencia intimidarme, a tal grado de llevar el control de la entrevista. En mis casi cuarenta años de carrera periodística, en la cual había entrevistado desde jefes de gobiernos y monarcas, hasta la gente más intelectual del mundo, nunca había tenido una entrevista igual. Tenía ya un premio Pullitzer por aquella que le realicé a Albert Einstein a unos cuantos años de su fallecimiento, en la que describía su total remordimiento por no haber podido evitar los ataques de Estados Unidos con la bomba atómica a Japón. No era un periodista amateur, y ese sentimiento me ponía en una situación bastante incómoda.

Todo esto pensaba mientras la esperaba en un pequeño balcón de su residencia. Sentado frente a la mesa de herraje de color blanco y junto a un par de enormes macetas donde alguna planta extraña pero hermosa la adornaba. Tenía elaborada una entrevista con casi cincuenta preguntas, bien formuladas, pero que en ese momento me habían hecho dudar de la misma. Por vez primera, en mis casi cuarenta años de periodista, tenía temor de hacer mal mi trabajo.

-A mi mente vienen varias preguntas para formularle, sin embargo no creo que ninguna se lo suficientemente clara. ¿Porqué?, ¿porqué existe usted, señora Muerte?
-Porque yo soy el motivo principal de todas las cosas. No sólo de aquello que ustedes llaman vida, sino de todo lo que de alguna manera se ha creado. Yo existo porque soy quien da el justo valor a todo, para que nada sea eterno. Lo eterno no es justo. Yo soy ese dador de esa justicia.
-Sin embargo, es usted el principal motivo de temor entre la gente. Temor y ansiedad.
-Eso se debe a que la gente no sabe vivir. La gente no está consiente de aquel estado en el cual se encuentra. Lo que ustedes llaman vida, no es mas que un estado en el cual el creador le ha dado algo que en otros estados no existe. El libre albedrío, la razón, la inteligencia. El poder de decisión. Ese es el mayor regalo que tienen es este estado. Sin embargo, también tiene que terminar. Y termina simplemente porque ese libre albedrío se debe regenerar, resurgir; esto solo sucede gracias a mí.
-Algunos la tachan de injusta. Hay personas, niños sobretodo que...
-Sí, lo sé, y sé perfectamente a lo que va. La gente que muere demasiado pronto. La gente que ha sido buena y que aún así me he llevado. La respuesta es muy simple. Se tienen que ir. No es injusticia. De hecho, si tenemos que darle algún tipo de calificativo, es precisamente “justicia”. Esa gente debe terminar en el momento justo su paso por este estado llamado vida. No voy a decir si hay algo mejor después, eso no me incumbe, pero si que yo no soy quien lo decide.
-¿Quiere decir que usted no obra por voluntad propia?
-Así es. Yo solo soy un empleado, del Creador, por así ejemplificarlo. Es él quien decide. Es él quien juzga y es él quien ejecuta. Yo solo soy el medio. Sin embargo, sí puedo decirle que no hay nada de injusto en lo que él decide y yo hago. Soy quien hace la parte amarga. Soy yo quien se enfrenta al dolor de la gente y es a veces maldecida. Para eso me creó. Él me creo para hacer ese trabajo. Esa es mi función. Eso tal vez conteste su primera pregunta.
-Creo que sí. Le agradezco su tiempo.
-Nos veremos pronto.



incitatüs
(noviembre’08)
Ejercicio 5
Viernes de Taller

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lunes, 24 de noviembre de 2008

La Caja de Cartón

La luz tenue y amarillenta de su lámpara es la que lo alumbra.
Un escritorio de madera roída por las ratas y una vieja máquina de escribir.
La ventana cuadrada está dibujada y sellada en la pared de cartón.
Los antiguos trazos son de crayolas de cera. Crayolas baratas.

Él, se levanta, avanza unos cuantos pasos y regresa.
Llena un vaso de agua y mientras lo toma, vuelve a su vieja silla giratoria.
Las manos a la cabeza buscando una motivación, una inspiración.
El sueño parece vencerlo, pero aún no desiste de su enmienda.

Lleva así pesados los años, esforzando y obligando a la imaginación.
Quiere arrancarle y saciar como sea su necesidad y plasmarla en sus hojas.
Los libros en la estantería se volvieron de cartón, como las paredes.
La esencia de cada uno sigue intacta e imperceptible a su tinta blanca.
Ésta es la hora en que tapo la caja con un sueño insaciable de letras.
Ésta tarde no encontré el instinto inspirado de mi huésped innombrable.
Ésta noche quiero devolverlo bajo la cama, entre la pelusa y las cucarachas.
Ésta vez, podré dormir con la luna del armario apagada.
Incitatüs
(noviembre’08)

Ejercicio 3
Viernes de Taller
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martes, 11 de noviembre de 2008

Durmientes

No señor fiscal,
ellos no están muertos, solo están dormidos.

Y a pesar de todo lo que usted pueda decirme,
debe saber que les hice un favor.
Usted no sabe lo que es despertar cada día,
mirar a nuestros hijos con la carne partida y los huesos rotos.

No sabe lo que es andar entre la podredumbre,
entre calles llenas de mierda y salpicadas de pus.
Entre almas carentes de vida,
y muertos que caminan sin esperanza.

No señor fiscal,
ellos no están muertos, solo están dormidos.

Usted no sabe lo que es la incertidumbre del nuevo día.
El esperarlo y saber que seguramente será peor que el anterior,
aguardar desde el cielo la señal de los predicadores de la fe,
y añorar aqullas tardes donde la lluvia cobijaba nuestros campos.

Usted no sabe lo que es mirar a los ojos de los fuereños,
ver que les dábamos asco y vomitaban nuestras sombras;
saber que nos espera dentro del cementerio un espacio cada vez más cercano,
y sembrar en la nada la lucha inútil de un mejor mañana.

No señor fiscal,
ellos no están muertos, solo están dormidos.

No teníamos que esperar a que los blancos llegaran a salvarnos,
que vinieran a llenarnos de polvos y ungüentos extraños.
No teníamos que esperar a que los verdes llegaran a asesinarnos,
para derrumbar nuestras casas llenas de sangre y nuestros sueños llenos de tristeza.

No señor fiscal,
ellos no están muertos, solo están dormidos.
al agua sólo agregué un poco de nuestros propios sueños,
un poco de la tranquilidad arrebatada y una eternidad mejor.

Señor fiscal:
éste no es el pueblo de los muertos que respiran pobreza,
éste es el pueblo de la paz eterna,
el pueblo de los que todos duermen,
y como tal,
algún día,
despertarán.

incitatüs
(noviembre’08)

Ejercicio 2
Viernes de Taller
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viernes, 7 de noviembre de 2008

Ésta Noche


Dijiste que te dolía la mandíbula y me acerqué a ti.
Empecé nervioso a darte un masaje, mientras cerrabas los ojos.
Tenerte cerca, tocar tu piel y ver que lo disfrutabas me hizo imposible detenerme.
Te besé con las ansias de semanas de no verte.

Sentí lo dulce de tus labios, lo fresco de tu aliento.
Lo cálido de tu lengua y tu respiración estremecida.
Besé tus mejillas y sentí tu sonrisa.
Abrí los ojos, y observé el brillo de los tuyos.

Ésta noche sólo quería venir a saludarte.
Decirte que ya no sucumbiría más ante tus encantos.
Poner un alto a mis debilidades para no sufrirte de nuevo.
Ver que estabas bien y tal vez despedirme temprano.

¡Pero no!, ¡tenías que lastimarte la mandíbula!.



incitatüs
(noviembre'07)
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martes, 28 de octubre de 2008

Esquina

Caminé desde casa hasta la esquina de siempre.
Llegué y me recargué en el poste, el mismo de siempre.
Esperé a que llegara y me vieras con ella.
Quería que la vieras; bajita, guapa, delgada. Parecida a tí.


Sin embargo ésta noche mi amiga no llegó.
En cambio tú sí y venías acompañada.
No entiendo qué le viste al tipo de ésta noche.
Alto, desalineado, barba crecida. Se parecía a mí.


incitatüs
(ocubre'08)

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domingo, 19 de octubre de 2008

Sin Lamentos

Antes de venir a asesinar tu mundo,
dentro de aquellos sueños que mataste;
ven y entra a la casa fastidiada de colores
que sangran del arcoiris mutilado de odio.

No encuentro las escamas de su cuerpo;
no veo en la luna las alas de los ánegeles.
La caída desde el Cielo es siempre inevitable;
las sorpresas del Creador evitan su oración.

Parar y sobrevivir a su sonrisa es inhumano,
al cuerpo roído lo hemos ahogado en éter;
la alcoba baña de sangre púrpura los cabellos
y somos lanzados a las piedras de su sombras.

El sueño que me pides realizar es confuso;
no he despertado aún de la muerte eterna.
Dame la mano que necesitas para abrirme,
y despiértame justo cuando mueras.

Déjame ahí tirado cuando te vayas.
Dejáme en medio de su ira salvaje.
Dáme la paz que necesita,
y duerme en tu lecho para siempre.

Así, sin sorpresas.
Así, sin lamentos.


incitatüs
(octubre'08)
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jueves, 16 de octubre de 2008

Sarcasmo

A cada paso que doy, me sigue tu reflejo,
sabes que no soy feliz, verdad?
que a partir de ti comencé a morir,
comencé a volver a ser niño, que nací y volví a vivir?

A cada tropiezo en mi camino, me sigue tu sombra,
tus pasos son fuertes, largos, pesados y seguros
nada que ver con tu estatura y tu imagen frágil,
total, no dijo alguien que la grandeza se mide de la cabeza al cielo?

A cada golpe que me has dado me sigue una sonrisa,
vaya, creo que me estoy volviendo loco, masoquista,
creo que me gustan tus golpes y malos tratos,
que de verdad estoy empezando a creérmelo, cielos!!, si que te amo.

A cada mirada ferviente y cada risa sardónica, sigue mi corazón roto,
no tengo tiempo para levantar esos pedazos, sabes?
que las ratas y las aves se lo coman, no importa si lo necesito,
total, si lo mío es tuyo, levántalo tu, es tu corazón también.

A cada letra que escribo le sigue un sollozo,
lo siento, no soy hipócrita, no soy como todos;
tengo que reconocer que el sarcasmo es mi mejor virtud,
tengo que reconocer que el amor es mi mayor defecto.

A cada gesto que hago me sigue tu mirada
sabes?, aún no he decidido dejarte,
todavía no se me da la gana,
acaso te importa?
já, a mi también...


incitatüs
(diciembre'03)

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miércoles, 1 de octubre de 2008

La Negrura del Alma


La negrura del alma,
un alma sin sentido,
un sentimiento vacío
y otra ilusión rota.

En la inmensidad de la mente
las ideas ya no viajan,
no encuentran una pared que las detenga,
siguen soñando a ser feliz.

El supremo señor de los sentidos se llama amargura,
inunda con su risa y llanto los corazones más duros y blandos,
hace que desaparezcan las luces de colores radiantes.

Aún así, esta coraza recibe un rayo de luz buena.
El alma negra se volverá blanca,
los sentimientos encuentran un motivo
y la ilusión se vuelve esperanza...



incitatüs
(febrero'03)
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viernes, 19 de septiembre de 2008

El Arraigo (parte XII)

Parte XII y Última

Me encontraba muy deprimido. Lo poco que sabía era que serían mínimo cinco años de prisión y no tendría derecho a fianza. Había decidido prohibir las visitas de mis amigos y de mis sobrinos e inclusive evitar lo más que pudiera la de mis padres y hermanas. Quería pasar esto sólo y no afectar a todas esas personas que tanto me habían demostrado su amor y solidaridad.

La segunda tarde en los separos de la SIEDO, me llevaron de nueva cuenta al cubículo de Denisse. Subí resignado y sin ánimo de una nueva confrontación de su parte. Ella sacaba varios documentos de una caja de cartón. Pidió que me quitaran las esposas y que me sentara en la silla de siempre. Me senté y sonriendo me preguntó cómo me encontraba. “Estoy, que ya es ganancia”, le dije en voz baja, tenía varias horas sin pronunciar palabra, ya que era la única persona detenida en lo separos por lo que no tenía con quien hablar. Me miró fijamente y dejando de hacer lo que estaba haciendo, se sentó también. “¿Entonces qué, Alberto?”. “¿Qué de qué, Denisse?”, contesté serio. “¿Vas a declarar o no? “. Quedé inmóvil por un segundo, no sabía si tenía que hacerlo o no, pero negué su petición con la cabeza. Callada, notó que no quería verla a los ojos, realmente no quería si quiera verla. Todo me parecía tan injusto. “¿Qué es lo que quieres entonces?”, preguntó y solo respondí: “¿Qué es lo que quiero?, quiero irme a casa”. “Sí Alberto, te vas a ir. Bueno, algún día, ¿no?.” La miré por fin y le dije: “¿En serio?, porque el sábado tengo una fiesta, ¿crees que me dejes salir?”, sonrió por fin de una manera agradable al entender mi sarcásmo y levantándose me dijo: “Yo voy a salir. Tengo que ir a Michoacán a ver un caso. Si decides hacer tu declaración va a estar el licenciado López para tomártela. Tu abogado ya está enterado. Espero que no tenga que visitarte cuando regrese en el Reclusorio. No te preocupes Alberto. Ten fe.” Y pidiendo que me llevaran de nuevo a los separos se despidió. Al ponerme el oficial las esposas, noté que me veía seria. Supe que de alguna manera estaba despidiéndose de mi.

Esa noche en los separos, me sentí solo como no lo había hecho durante los casi tres meses desde que había comenzado mi proceso. La quimera de cemento era ahora la que me atacaba. Imaginé que estaba apunto de vivir la experiencia más amarga de mi vida. Tarataba de no pensar en estar en un reclusorio, pero me resultaba imposible dejar de hacerlo. No había comido a pesar de que me habían llevado la comida y cena, hacía bastante frío y el sonido de la cisterna parecía más agudo, más incómodo; sin embargo ésto ya no me importaba en lo más mínimo. Fué entonces que me puse de pie frente a los barrotes de la reja y tomándolos con mis manos los apreté fuertemente. Traté inútilmente de abrirlos y al desistir, me senté en el suelo cansado y recargándome en la pared más lejana empezé a llorar hasta quedarme dormido.

En la tercera noche de mi estancia en los separos de la SIEDO, sin comer y con los ojos pesados, el oficial de guardia abrió abruptamente la pesada puerta de acero, y dirigiéndose a mi celda me despertó: “Te tengo dos noticias güero. Una buena y una mala. ¿Cuál quieres primero?”. “La mala.” Le dije sin ánimo de bromear. “Pues la mala es que no traes dinero para tomar un taxi. La buena es que creo que ya te vas a tu casa.” Y abriendo la reja me dijo que tomara las pocas cosas que tenía y que me preparara para salir. Casi corriendo recogí la chamarra que me habían llevado esa tarde mis familiares y sin más me la puse. Salí de los separos y me llevaron a una pequeña estancia, ahí fué donde llegó el licenciado Tlacomán que sería mi abogado defensor y el licenciado López que había dejado a cargo Denisse. Me notificaron ambos que estaba libre del proceso en mi contra por la dichosa llamada anónima. Firmé con mucho nerviosismo un documento que indicaba que no había sido maltratado por los agentes y así el oficial de los lentes enormes me acompañó hasta la puerta del estacionamiento. “Cuídate mucho güero”, me dijo y dándome la mano se despidió.

Volteé y al ver la calle y de nuevo me rodaron algunas lágrimas, pero ésta vez eran de felicidad. Caminé rápidamente hasta la entrada de la SIEDO y busqué la oficina del licenciado Islas para agradecerle y pedirle un poco de dinero para hacer una llamada a mi familia, pero no lo encontré. Sin embargo, una de las secretarias al verme en la situación en que me encontraba, me ofreció prestarme el teléfono: “¿Bueno?”, escuché la voz de mi papá. “Apá, ¡ya salí!, estoy afuera de la SIEDO.” “!Ahorita vamos por ti hijo, que bueno! Dios te Bendiga”, y colgó muy contento también. Esperé en las afueras de la Subprocuraduría para la Investigación Especializada en Delincuencia Organizada de la Ciudad de México cerca de una hora a que llegara mi familia, sin embargo me parecieron diez. No paraba de mirar a la gente caminado por el Paseo de la Reforma, los veía en sus autos y hasta en los edificios. ¡Quería gritarles que era libre! Quería también estirar las piernas, correr y hasta brincar. La joven secretaria que me había ofrecido el teléfono me vió en calle al salir de su turno y acercándose a mí, me ofreció algo de dinero o un boleto del metro para irme a casa. “No, gracias, ya vienen por mi.” Contesté muy contento y agradecido. Pasada esa hora, un auto se acercó a mí. Mi papá bajó enseguida y dándome un gran abrazo me saludó. Después abracé y besé a mi mamá, a mis hermanas, y a mi sobrino bebé. Me llevaron a casa de mis papás donde ya me esperaban algunos de mis amigos más cercanos y demás familiares. Estuvimos cerca de una hora platicando mi última experiencia en la SIEDO. Por fín comí algo, de repente me había dado mucha hambre. Quería bañarme también ya que tenía tres días sin hacerlo, pero lo que más quería era llegar y descansar en mi cama.

Cerca de las doce de la noche me llevaron a la casa donde vivía solo, y al entrar a mi habitación, noté en el calendario una fecha: 30 de agosto del año 2006, la fecha en que había salido para renunciar a la Empresa Casa Saba. Ahora era 17 de noviembre de ese mismo año. Me quité la camiseta color amarillo que aún llevaba puesta y la aventé lo más lejos que pude. Me acosté en la cama y cerré los ojos que otra vez se llenaron de lágrimas. Agradecí desde el fondo de mi corazón el estar ahí de nuevo y abrazando muy fuerte a “Mayi”, mi almohada, al fin me quedé dormido.

FIN



Marcos salió un par de días después que yo de la Casa pero a diferencia de mí, no fué detenido de nueva cuenta. Casi medio año después nos llamaron a declarar como parte de la defensa de José Celestino, que sigue hasta éste día detenido. Marcos y yo dejamos de tener comunicación.

El Arraigo (parte XI)

Parte XI

Al salir del Centro Nacional de Arraigos de la Ciudad de México en la noche que me dictaron libertad del procedimiento del cual me había denunciado la Empresa Casa Saba por el desvió de un medicamento con Pseudoefedrina, me detuvieron de nueva cuenta unos tipos que se identificaron como agentes ministeriales de la Procuraduría General de la República quienes me indicaron que debía acompañarlos para esclarecer una nueva denuncia en mi contra. Me quedé inmóvil, estupefacto, por lo que uno de los tipos se acercó a mi y me tomó del brazo para cerciorarse que no fuera a intentar escapar, supongo, mientras tanto, el otro tipo abría la puerta de una camioneta compacta, de reciente modelo, y me indicaba que tenía que subir. Al hacerlo y sin decir una sola palabra, escuché como se cerraba el portón de acero de la Casa del Arraigo junto con la de la camioneta en la que me metieron. En el trayecto de nueva cuenta a las instalaciones de la SIEDO, los agentes iban preguntándome el motivo de mi detención, las mismas preguntas que me había hecho hacía casi tres meses antes y del porqué me habían arraigado. Solo contestaba que no lo sabía y que no entendía nada. Al mostrarme seco por mis comentarios, me pidieron que agachara la cabeza y justo al parar en un semáforo escuché como desde otro vehículo, les daban indicaciones de cómo llegar a esas instalaciones. La voz que escuché era la de la licenciada Denisse.

Al llegar a la Subprocuraduría para la Investigación Eespecializada en Delincuencia Organizada SIEDO me bajaron abruptamente. Ésta vez me llevaron por la entrada principal, no por el estacionamiento como la vez primera. Ahí, uno de los oficiales que custodian la entrada le prohibió el paso al agente, indicándole que debían introducir a los acusados por aquel lugar. Ante esto, el agente discutió fuertemente con el oficial, diciéndole que no podía arriesgarse a llevar a un criminal por la calle, ya que la camioneta había sido llevada por su compañero a otro lugar. Así pasaron cerca de diez minutos, y mientras, llamaban a diversas personas entre ellas a la licenciada Denisse, quien había llegado mucho antes que nosotros y que por fin apareció y al firmar un documento logró que permitieran mi acceso por la entrada principal. Realmente estaba desconcertado, deduje que era la primera vez que éste agente entraba a la SIEDO, lo cual empezaba a incomodarme. Me llevaron de nueva cuenta al mismo cubículo de la primera vez, el de la licenciada Denisse. Ahí, el agente me indicó que aguardara a que llegara ella y que no intentara hacer nada, me dejó de pie, con las manos esposadas y frente a la pared. Noté que había cambiado el proceder de los agentes a diferencia de la vez anterior, ya que ahora sí me trataban como a un delincuente. De cierta manera, ansiaba que llegara Denisse y me explicara que era lo que estaba sucediendo. Recordé que en todas nuestras entrevistas, ella tenía un aire de simpatía hacía mí, a pesar de ser ella quién tenía que investigar contra mí para llevarme a prisión. Pasó así cerca de media hora sin poder hacer nada. Me sentía frustrado y cansado. La bolsa con las cosas que había sacado del arraigo yacía en el suelo junto a mí y nadie se acercaba siquiera para darme alguna información. En éste tiempo, recordé que entre las cosas que llevaba, estaba una copia del amparo que mis familiares me habían entregado. Sin embargo, Denisse nunca se apareció, más sí las personas que de nueva cuenta, y como la vez primera, tomaron mis huellas digitales, fotografías y muestras de orina para el antidoping. Cerca de las diez de la noche, me dejaron llamar a casa. Ahí, supuse que mientras mi familia esperaba que les dijera que había salido y ya iba para allá, les informé que estaba de nuevo detenido y me encontraba en la SIEDO. Tristes y preocupados, dijeron que irían al siguiente día con el abogado para aclarar mi situación, ya que esa noche, poco o nada podría hacer realmente.

Después de más de dos horas, me llevaron esposado a los separos. Al entrar, el sonido de la cisterna me recibió como un balde de agua fría. Noté que yo sería la única persona en todo el lugar, y abriéndome la primera celda del pasillo, me encerraron de nuevo. Sentí el alivio de quitarme las esposas, pero también la incertidumbre y tristeza de volver tras la rejas. La bolsa con mis cosas se habían quedado en el cubículo, por lo que de inmediato busqué una cobija para taparme del frío. Ésta vez, en mi celda encontré un almohada, y abrazándola muy fuerte, traté de dormir. Sin embargo no pude hacerlo. A mi mente venían las palabras de Julio César que me decían que mi salida podría ser una trampa para llevarme a un reclusorio. Recordé que él me había dicho del caso de un compañero de la casa que habían detenido al momento de salir, sólo para encerrarlo de nueva cuenta en la cárcel. Traté de olvidar eso y pensar que al otro día llegaría el licenciado Islas con Denisse y pudiera demostrarle por medio del amparo que estaban cometiendo un error.

A la mañana siguiente, llegó el oficial de guardia de los anteojos enormes y me despertó de manera abrupta. Me pidió que me levantara y me preguntó de dónde venía: “Vengo de la Casa del Arraigo”, le dije, a lo que extrañado y reconociéndome me preguntó el motivo. “No lo sé, nadie me ha dicho nada, supuestamente ya estaba libre” y moviendo la cabeza en señal de desaprobación me abrió la reja y me indicó que me llevaría con la licenciada Denisse. Una vez ya en su cubículo, Denisse me dijo que me habían detenido de nuevo porque existía una llamada anónima que me vinculaba directamente con un grupo de narcotraficantes. Ella, empezó a leerme la supuesta llamada que mas o menos decía lo siguiente: “Ya ven cabrones, les dije que van a caer más. Ya tienen a Alberto Rivera Espinosa, él es el que le vende el Actifed, el Afrinex y el Asenlix al ‘Queño’ y lo lleva hasta Guadalajara, y ahí se lo venden al cártel del ‘Chapo’.” Sonreí sarcásticamente por vez primera desde la noche anterior. “¿De qué te ríes?. Ésta llamada te vincula directamente. No te queda otra Alberto, dime a quienes más se las vendes, ¿de dónde las sacas?”. La miré entonces fijamente y le dije: “Tú sabes que esa llamada es falsa.” “No es falsa...” me dijo en tono firme a lo que interrumí, “bueno, si no es falsa, tú sabes que lo que dice sí lo es... ¿Qué es lo que quieres?, ¿dinero?, ¿acaso no te diste cuenta ya que no tengo dinero? ¿Acaso no te diste cuenta ya que llevé mi caso con un abogado de oficio?. No Denisse, si lo que quieres es dinero, pues no tengo dinero.” Quedó callada unos instantes mientras me veía con esa mirada tratando de intimidarme. Se levantó y salió un momento. Regresó con el licenciado Tlacomán, y me indicó que éste sería mi abogado de oficio para la nueva averiguación previa, ya que el gobierno me lo proporcionaba de manera obligatoria. El licenciado Tlacomán, me leyó mis derechos, a lo que lo interrumpí de nueva cuenta diciéndole que ya los conocía, y que él era la persona quién habría sido originalmente llevaría mi anterior caso, pero que por falta de energía eléctrica habían cambiado el día de mi declaración preparatoria. Quedó callado, había entendido que algo raro pasaba conmigo, pero cumpliendo con su obligación, me dijo que debía declarar si así lo deseaba. “No lo haré”, les dije, y levantando el acta donde se informaba que me negaba a declarar, me llevaron otra vez a los separos.

Esa tarde, llegaron consternados mis familiares. Llegaron acompañados por el licenciado Islas, que estaba realmente furioso. Decía que Denisse sabía que habíamos ganado el juicio de forma legal y que habían inventado lo de la llamada anónima para poder detenerme y justificar ante sus superiores el porqué había salido libre antes del término del arraigo, ya que había sido un error por parte de ellos el no meter a tiempo la apelación en contra de mi amparo. Ellos, en concreto Denisse, sabían que yo era inocente de los cargos de Delitos contra la Salud y Delincuencia Organizada, y que saldría libre en los noventa días que me había ordenado el juez, pero serían castigados de cierta manera por su error. Pero esto no me hacía sentir mejor. El licenciado Islas también me dijo que corría el riesgo de que esto fuera más grave y lo peor es que si las investigaciones no se desenvolvían en las setenta y dos horas de ley, ya no podrían arraigarme por recién haber salido de un procedimiento igual sino sería consignado a un reclusorio y ahí, sería en donde se llevaría mi defensa. Ahora, sólo quedaba esperar a lo que sintiera la licenciada Denisse.

Se terminó la visita y regresé a la soledad de mi celda. Estaba realmente preocupado. Por mi cabeza pasaron varias cosas. Entre ellas imaginé que lo primero que haría al llegar al reclusorio, sería buscar a mis compañeros de arraigo. Pensé que el sistema no funcionaba de verdad, como lo había dicho el Coronel Vargas semanas antes en la casa, y que éramos todos unos chivos expiatorios. Me recosté en la cama de piedra, siempre contra las rejas, para no sentirme encerrado, y pude ver en el techo una figura hecha de residuos de cemento. Era una especie de quimera. Pasé varias horas observándola, imaginando que cobraría vida y que me ayudaría a salir. Me daba risa y hasta tristeza al mismo tiempo el pensar en esa opción. Recordé también la vez primera que había estado en la celda. José Juan me había comentado que le agradaba que yo fuera una persona de buen carácter, que tuviera el valor de bromear con los oficiales, como aquella vez de la armónica o la lima en el pastel, además de escucharlo sin juzgar si había él secuestrado a su jefe. Recordé que al momento de que nos llevaron a la Casa del Arraigo, se asomó y con su mano extendida se despidió de mí, leí en sus labios que me dijo “suerte”, y yo sólo había agradecido asintiendo con mi cabeza, ya que iba esposado.

Recordé también como Marcos solía decirle a uno de los oficiales de guardia: “Si esto es una broma, pues jajajá, les salió buena, pero ya estuvo ¿no?, ya déjenos salir.” Así como la vez que llegó contento al cuarto, después de hablar por teléfono y con lágrimas en los ojos me dijo: “Mi hijo salió bien, gracias a Dios. Su operación estuvo muy bien.” También venían a mi mente aquellos gritos de el “Delicioso” para despertarnos a media tarde cantando el “Cangrejito Playero” y que alguna vez Jesús le hizo la misma broma, pero cantándole: “Ayyyyyy, cómo me duele, cómo me duele, te saquen a bailar...” y que todos nos habíamos reído de buena gana al ver a Polo saltar de susto por el grito. Recordé también cuando Oscar se quitó su camisa verde para decirme: “¿Crees que nada de lo que te digo es verdad?, ¿no me crees que estuve grave del accidente en avión? Mira, me falta un pedazo de brazo, y mira, tengo más cicatrices que dinero en el banco.” Y enseñándome las marcas de su cuerpo quedé casi boquiabierto. “No gano nada con decirte mentiras, esas se les dice a los del Ministerio Público, no a lo amigos.” También recordé la vez que Juan Manuel nos confió que habían sido agentes judiciales del Distrito Federal los que lo habían agarrado, y que era por eso su rencor a los chilangos, pero que realmente no tenía nada en contra de nosotros, refiriéndose al llamado “Cártel del Doctor Simi”, Marcos José Celestino y yo y que por el contrario, le caíamos bastante bien, pero que no fuéramos ‘maricas’, que ya no le fuéramos al América, como Marcos y yo nos habíamos manifestado. También nos confesó que no se pasaba la tarde jugando crucigramas dando la espalda a las cámaras de la habitación, sino que estaba escribiendo lo que sería su defensa ante el Ministerio Público, ya que aún no había declarado. Nos la leyó, y nos pudimos dar cuenta que no era una defensa, sino una confesión, dando los motivos del porqué había detonado una granada en aquel bar matando a cuatro personas. Nos quedamos sorprendidos. Sin justificarlo, nos dimos cuenta que tenía cierta lógica su proceder. De Julio César recordaba la vez que entró furioso después de una visita por parte de su abogado: “¡Éstos cabrones del MP! Sólo porque cuando fuí a los Cabos me tomé una foto junto a un yate, ahora dicen que ese yate es mío!”. Recordaba a la licenciada Raquenel Villanueva. Como la vez en que mi hermana me llevó su bebé que recién había nacido por vez primera hasta el patio de visita de la Casa del Arraigo. La licenciada al pensar que era mi hijo, y desde su mesa alcanzó a gritarme: “¡Felicidades!, ya tienes un motivo para salir de éste infierno.” Le agradecí sin intentar explicarle que era mi sobrino y no mi hijo. De cierta manera tenía razón: mi sobrino era un muy buen motivo para salir de ese infierno. De los tipos del Banco Azteca tenía buenos recuerdos. Algunos se me acercaban varias veces para invitarme a jugar futbolito a la hora de salir al patio. Algunas veces accedía, otras prefería platicar con uno de ellos que también había encontrado en Oscar una persona interesante para hacerlo. De los chavos de la habitación 208 ya no supe mucho. Sólo de que se rumoraba que derrochaban el dinero sobarnando a los custodios y que incluso pagaban hasta dos mil pesos cada semana por un kilo de barbacoa.

A mi mente también llegaron aquellos momentos en que me confronté con mi papá por haber dudado de mi inocencia. Y de la vez en que por fin me dijo que confiaría en mí, ya que me amaba y quería que saliera lo más pronto posible. Que cooperaría con el abogado en lo más que pudiera. Esa vez, un fuerte sentimiento se arremolinó dentro de mí y me sentí afortunado por tenerlo de mi lado. De mis amigos sólo sentía agradecimiento. Algunos de ellos, como Roque y Martín me visitaban constantemente, e incluso habían logrado conseguir bastantes firmas tanto de mis clientes de farmacias, como de algunos conocidos. El licenciado Islas había comentado que todas esas firmas habían servido de mucho como referencia para mi defensa. Amigos como mi compadre Guillermo, su hermano Eduardo o Myriam y Maribel que habían ido a visistarme a la casa y los demás que de cierta forma me hacían llegar sus buenos deseos hasta allá. Todos me habían manifestado su apoyo de alguna manera. Recordé también las palabras de Maricela el día en que le dije que estaba arraigado. “¿Estás en tu casa?”, “No.”, “¿En casa de tus papás?”, “No.”, “¿En casa de tu novia, de tus suegros?”, “¡Claro que no!”, “¿En el trabajo, en el hospital, en prisión?, ¿Dónde estás?”. “Bueno... yo...”. “¡¿Estás en prisión?!”, “En realidad no, estoy en una Casa de Arraigo.” “¡¿Pero porqué?, ¿qué pasó?!”, “Pues hice algo que no debí hacer.” “¿Pero, estás bien?”, “Sí, estoy bien, no es tan malo.” “¿Sabes?, te amo mucho, espero verte pronto” “Gracias flaca, yo también”. Además, cada noche abrazaba mi almohada e imaginaba que ella estaba conmigo y que dormíamos juntos.

Todas esas cosas viajaban por mi mente. Pero lo que más me inquietaba era la idea de que Denisse quería sacarme dinero. Sin embargo, había decidido no comunicarle esto a mis familiares. Me sentía cansado y decepcionado. No tenía fuerza ni ganas para defenderme. Había decidido aceptar lo que viniera, incluso ser llevado a un reclusorio.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

El Arraigo (parte X)

Parte X

Al irse Polo "El Delicioso" y Juan Manuel Cavazos, y con Oscar y Julio César en otra habitación, sólo Jesús quedaba de la gente que nos había recibido casi dos meses antes. Jesús Apodaca, que en un principio llegó a intimidarme por su manera agresiva de ser, empezaba a platicar más conmigo. Me había dicho que Marcos le caía mal y lo consideraba un hipócrita al decirse mi amigo pero a la vez haberme inmiscuído en ese problema y decía que José Celestino era un total ‘pendejo’, que no se había podido escapar antes de que lo detuviera la AFI, ya que era muy obvio que irían por él al enterarse que nos habían detenido. Con Fernando el sonorense y Marcelo el colombiano no hablaba para nada. Era el tipo más limpio que he conocido en mi vida. Tenía cerca de veinte camisetas amarillas, casi todas nuevas, varios pantalones y pants así como mucha ropa interior. Cada tercer día que iba la gente que lavaba la ropa y él les entregaba más ropa de la que usaba. No pisaba el suelo sin zapatos y todos los días se rasuraba la cabeza. Había guardado un rastrillo de contrabando y cada que podía lo cambiaba. Pude darme cuenta que tenía miedo al estar en prisión. Sabía que las condiciones de higiene ahí serían bastante escasas y que le sería muy difícil su estancia ahí.

Unos días antes de que Jesús Apodaca se fuera, el Comandante Armas subió hasta nuestro cuarto. Entró seguido de dos oficiales de guardia. Era la primera vez que lo veíamos desde que llegamos. Casi dos metros de altura, robusto y los brazos de fisicoculturista, nos imponía bastante. Supongo que su físico era el principal detonante para tenerlo como el jefe de La Casa del Arraigo. “A ver, cómo van las cosas por acá. ¿Qué les falta, cómo están?”, nos dijo a lo que nos quedamos bastante sorprendidos. Nadie dijo nada. Sabíamos que tenía un carácter bastante fuerte y que tal vez lo que dijéramos sería contraproducente. “¿Nada?, bueno, allá ustedes. Sólo vine para informarles que el día de mañana vamos a llevar a petición de algunos de ustedes, sobretodo de la licenciada Raquenel, una misa en honor a San Judas Tadeo para inaugurar nuestra capilla. No sé si son religiosos o no. Si son satánicos o ateos. Sólo vengo a decirles que todos, oyeron bien, ¡todos! vamos a bajar al patio. Si no quieren ser participes de la misa, no lo hagan. Van a estar hasta atrás, pero sí les pido respeto para los que sí somos católicos. Así que ya saben, ¿entendieron?”. Y diciendo esto, dió media vuelta, no sin antes detenerse en la puerta, y observando el banquito hecho de periódico y amarrado con una extraña cuerda amarilla que Polo utilizaba para rezar, lo levantó y entregó a uno de los oficiales, no sin antes comérselo con la mirada, a lo que éste palideció de inmediato.

Ese día, el 28 de octubre, bajamos todos los habitantes de la Casa del Arraigo al patio. Habían colocado las sillas de tal forma que quedaban frente al altar, el cual ya presentaba una figura de San Judas Tadeo. Las mujeres primero, luego la mayoría de los habitantes del segundo piso. Después los del primer piso, entre los que pude observar a varios tipos que nunca había visto a la hora de la visita. Y por último, bajó un tipo bajito, moreno, acompañado de dos guardias. Vestía de blanco y lo dejaron separado de los casi doscientos habitantes de la Casa. Tenía cara de ese tipo de gente que no se arrepentía de nada. Pude también observar como la mayoría de la gente que no conocía, tenía rostro de criminales. Seguramente ninguno de ellos saldría libre de su arraigo, pensé. Busqué con la mirada a Oscar, pero no lo encontré, me acerqué a Julio César para preguntar por él a lo que me informó que había salido esa misma tarde. Seguramente lo sacaron a la hora de la comida, sin informarle antes, lo que no le había dado tiempo para despedirse. Me sentí un poco triste, con Oscar era con quien más platicaba a la hora del descanso. Ya no hablaba de su situación, ni yo de la mía, pero hablabamos de cosas interesantes. Me decía por ejemplo del porqué creía que la mayoría de la gente era falsa consigo misma al ser tan religiosa. Él, según me confesó unos días antes, decía que había acordado con su esposa, todas las noches a la una de la mañana, hacer una oración en común e invitar a Dios a la misma. Ella lo hacía en su casa, él, desde la habitación, a la hora en que todos dormíamos. Decía que sí creía en Dios, pero que no necesitaba hacer todo un show como lo acostumbraban otros para que los escucharan. Me agradaba mucho la forma en que hablaba, me había tenido al final mucha confianza y hasta había tenido el atrevimiento de confesarme que lloraba todas las noches y que realmente no quería que su arraigo terminara, porque iba a pasar el resto de su vida en la cárcel. De verdad me dolió no haberme despedido de él.

Cerca de quince minutos después de que bajamos todos los habitantes, salió al patio el Comandante Armas acompañado de un sacerdote. Yo, de cierta manera quería estar alejado de la ceremonia, por lo que me quedé de pie, hasta atrás, junto con algunos otros compañeros, entre los que estaba Jesús Apodaca. La misa duró cerca de cuarenta minutos, el sermón de cierto modo era predecible. Hablaba de tener que arrepentirnos por los pecados cometidos y los delitos hechos. De cierto modo, en mi conciencia me sentía libre. Sabía que lo que había hecho fue un error, que nunca lo hice con el afán de hacer daño. En ese momento se me resbalaban todas las directas que del sacerdote salían. Sin embargo, justo al momento de pedir la paz para nuestros semejantes, cambió a lo tradicional. Mientras pensaba dentro de mí que podía darme la ‘paz del Señor’ con algunos delincuentes, el sacerdote dijo: “Esta vez no vamos a darle la paz a nuestros semejantes. Ni vamos a pedir al Señor por ellos. Vamos a darle la paz a la persona a la cuál hemos hecho más daño. A esa persona que nació buena, pero que a lo largo de la vida y las circunstancias hemos atentado y atacado de forma indiscriminada. A esa persona que debería ser la más importante para nosotros. Vamos a darle y estar en paz con nosotros mismos. Dense ustedes mismos un abrazo de paz.” En ese momento observé como la mayoría se abrazaba a sí mismo. Me sentí incómodo de no hacerlo, por lo que cerré los ojos y me abracé. Nunca antes había sentido algo similar. Sentí dentro de mí un sentimiento que me calaba hasta los huesos. Me pedí perdón como si fuera hacia otra persona. Y me perdoné. Mis ojos se llenaron de lágrimas, a pesar de que seguían cerrados. Al abrirlos, noté que la mayoría de los que estábamos se encontraban en forma similar. Con la mirada noté que incluso Jesús Apodaca y el mismo Comandante Armas estaban consternados. Hasta el frente, las mujeres lloraban sin ocultar sus sentimientos. El sacerdote nos veía conmovido. Al terminar la misa, una gran cantidad de arraigados se acercó al sacerdote y a la imagen de San Judas. Sinceramente fue algo que no me esperaba.

Más tarde, después de haber bajado a Jesús Apodaca al primer piso, se fué al Reclusorio Oriente junto a sus cómplices y sin la oportunidad de despedirse de nosotros. Pensé que al Comandante Armas no le agradaban la manera en que los habitantes del segundo piso coreaban al despedir a los que se iban a algún reclusorio. Esa noche regresaron a la dos cero siete a Julio César Abasolo. Era él, ahora el más antiguo de la habitación. Y con él también llegó alguien a quien no esperábamos: Darwin, el tipo que en la ceremonia iba vestido de blanco. Darwin venía de Nicaragua, y nunca supimos el motivo de su estancia en la Casa del Arraigo. Sólo sabíamos que lo habían detenido en Tamaulipas y que llevaba con éste dos arraigos, uno de cuarenta y cinco días, y uno más de sesenta. Con él llegaron los problemas a la otrora habitación de la “buena vibra” como la llamaba "El Delicioso". Marcelo González constantemente tiraba indirecta a los mexicanos, cosa que festejaba Darwin y que molestaba tanto a Julio César como a Marcos y a mí, sin embargo nunca dijímos nada, ya que sabíamos y nos imaginábamos que era contraproducente meternos con ellos. Por su parte, Fernando sólo decía tonterías, desesperaba a más de uno cuando al hablar sacaba temas que no venían al caso, inclusive alguna vez el mismo colombiano lo cayó diciéndole ‘tarado’, pero afortunadamente no pasó a mayores. Darwin por su parte, solía desobedecer no sólo a los agentes, sino a nosotros mismos y se mostraba agresivo con todos; incluso veía la televisión a altas horas de la noche y con el volumen bastante alto, sin embargo nadie de nosotros nos atrevíamos a poner un alto a esa situación. También se llegaron a perder varias cosas, entre ellas dinero, lo que dedujimos que era el mismo nicaragüense el culpable de éstos actos. Todo esto caló de una forma en la que Julio, armado de valor, pidió el cambio del nicaragüense, y al entrar los guardias a ver lo que sucedía, nos pidieron nuestra opinión, a lo que unánimemente concordamos y Darwin fue cambiado no sólo de habitación, sino de piso. Desde ese entonces, cada que salíamos a visita o al patio, él, desde su ventana en el primer piso, nos mentaba la madre y hasta nos amenazaba de muerte.

Así, más incómodos que antes, pasaron cerca de setenta días desde que inició mi arraigo. Una tarde, sin embargo, mi mamá y mi hermana en una visita llegaron muy contentas. Sin decirme más me informaron: “aquí a la vuelta hay un estacionamiento, el muchacho se llama Carlos, es uno alto y flaco. Le voy a dejar tu mochila, con tu chamarra. Tú tienes dinero para irte a la casa. ¡Dijo el licenciado Islas que probablemente hoy salías...!” y me dieron un abrazo muy fuerte. Era la mejor noticia que me habían dado después de tantas semanas. El Ministerio Público no había metido a tiempo una apelación y mi abogado había logrado sacarme antes del término de mi arraigo, además me había amparado. Esa tarde se lo comuniqué de inmediato a mis compañeros de habitación, los cuales no me creyeron, incluso Julio César me dijo: “eso no es posible, nadie sale del arraigo libre antes del término. Si sales te van a llevar a un reclusorio. A lo mejor es una trampa, como le hicieron al viejito de verde de la doscientos seis. Salió una semana antes de terminar su arraigo libre, pero aquí afuera lo detuvieron y lo llevaron al Reclusorio Norte.” Sentí en ese momento que a Julio César le daba coraje el que yo saliera libre y más antes que él. Marcos por su parte buscó de inmediato la manera de llamar a su abogado para ver si él correría la misma suerte, en cambio, José Celestino solo observaba intrigado sin decir nada. Fernando y Marcelo se habían apartado, sentí que nos les importaba mi situación, pero ésto no me molestaba, yo estaba muy contento. Esa noche, después de ir a cenar, un oficial llegó hasta la dos cero siete: “Alberto Rivera, recoge tus cosas, ya te vas.”

Con mucha alegría empecé a meter mis cosas a una bolsa negra que me había dado el mismo oficial. Dejé algunas playeras amarillas pensando que nunca más volvería a usar ese color en mi vida. Guardé la imagen de San Judas que Polo me había obsequiado y algunos de los libros que mi familia y amigos me llevaban. Mientras tanto, Marcos no se apartaba de mí. Yo trataba de darle ánimo para que hablara con su abogado, al igual que a Celestino, quien nunca se abrió con nosotros ni contó nada de su situación. Antes de terminar de guardar mis cosas, llegó el oficial que nos dio las indicaciones cuando llegamos y que siempre se me había hecho conocido. Me indicó que tenía que ir al médico a revisión y él mismo me acompañó. Al bajar las escaleras, me dijo al fin: “Ya te vas ahora sí güero, directo a Jardines de Morelos, ya no hagas cosas malas, ¿eh?” “Tú eres de allá, ¿verdad?”, le dije, “sí, soy tu vecino, mi esposa le compraba pañales a mi hijo en tu farmacia hace muchos años, ya pórtate bien, no cualquiera sale de ésta.” Y deseándome suerte me dejó con el médico. Éste se sorprendió y me preguntó el porqué nunca había asistido a consulta: “desde que estoy aquí, eres la primera persona que no viene ni por un dolor de cabeza”. Después me llevaron a la oficina del MP y luego a una sala en donde me esperaba Denisse: “¿cómo estás Alberto?, veo que haz subido de peso, ¿te ha ido bien aquí, no?”, me preguntó a lo que le dije: “¡sí, vieras que ya no me quiero ir!”, y al volver su cara de pocos amigos de inmediato le dije: “¡No es cierto!, ¿eh?, ya vámonos”. “No estés nervioso”, me dijo el actuario del juez que iba con ella y que hacía mas de dos meses antes me había indicado de mi arraigo. “Te voy a leer la resolución del juez”, y a lo que, palabras más, palabras menos me dijo: “en ésta fecha, queda suspendido su proceso de Arraigo y se le ordena inmediata libertad”, y dicho esto sonreí aliviado por fin.

Subí de nuevo a la dos cero siete por mis cosas. Le confirmé a mis compañeros que estaba libre, por lo que pude ver que a no todos les dio gusto eso, a exepción de Marcos y José Celestino. Me despedí de Fernando y Marcelo, quienes sólo me desearon suerte; de Julio César Abasolo, que saldría en unos días más, y de José Celestino, quienes me abrazaron. Por último de Marcos Sánchez, quien me miró muy triste, habíamos quedado unas semanas antes en que en cuanto saliéramos no volveríamos a vernos nunca para no crear sospechas mal infundadas. “Que Dios te Bendiga Alberto, y discúlpame otra vez por meterte en ésta bronca, yo no sabía que esto pasaría pero que bueno que ya pasó, por lo menos para ti.” “No te preocupes, ya saldrás también tú, ya verás”, y dándonos un fuerte abrazo salí de la habitación 207. Al salir, pensé que nadie iba a despedirse de mí de las otra habitaciones. No era tan popular como el “Delicioso” o como Juan Manuel Cavazos, sin embargo, de una de las habitaciones de las mujeres empezaron a gritarme: “¡Suerte güero, que Diosito te Bendiga!” a lo que de inmediato noté que la gente del segundo piso se asomaba a sus puertas y me veía. Me gritaban casi todos: "Suerte güero!". Se asomó incluso la licenciada Raquenel Villanueva y al observarla me sonrió en señal de buena vibra. Alcancé a decirle: “Adiós licenciada”. Su compañero, que estaba frente a su cuarto me pregunto: “¿Saliste en tus noventa días?”, “no, antes”, “entonces te vas consignado”, “¡no, me voy libre!” casi le grité.

Esa noche, salí por vez primera al patio sin llevar las manos detrás y con la cabeza en alto. Pude ver tantos detalles que no conocía de la sala de espera. Noté como cerca de veinte guardias me veían e imaginaba que sabían que era inocente e iba a mi casa. No estaba el comandante Armas, pero sí un segundo oficial quién me informó que terminaba mi arraigo, que estaba libre. Caminé hasta la puerta que nunca había visto a pesar de vivir casi tres meses en ese lugar. Hacía frío, sin embargo no me importaba, ansiaba sentir el frío de la calle. Al llegar a la puerta, el último custodio me observó y preguntó mi nombre: “Alberto Rivera Espinosa”, le dije, leyó una hoja y me abrió la puerta. Salí, pero en seguida se postraron frente a mí dos tipos vestidos de civil, a lo cuál uno de ellos y poniendo su mano en la cintura junto a un arma me preguntó: “¿Cuál es tu nombre?" "Alberto Rivera Espinosa”, contesté sin saber que pasaba. “Tenemos una orden de localización y presentación ante en Ministerio Público de la PGR, se te acusa por Delincuencia Organizada y Delitos contra la Salud, no te muevas estás detenido, acompáñanos, como nos trates serás tratado.”

El Arraigo (parte IX)

Parte IX

Así pasó un mes más en la Casa del Arraigo y sin ningún tipo de avance en nuestro caso. En la dos cero siete ya no había más tensiones, por el contrario, existía camaradería entre la mayoría de los habitantes, así como con algunos de los compañeros de las demás habitaciones. Habían llegado varias personas más, en realidad no había una semana que no hubiera algún personaje nuevo. La mayoría llegaba acompañados e incluso, algunos de ellos llegaban a salir en los noticiarios de la televisión. Nos enteramos que las tres chicas que llegaron algunos días antes, eran sospechosas del secuestro del empresario Hugo Alberto Wallace, que en ese entonces, su caso era muy sonado en la vida pública, ya que las investigaciones las había realizado su madre para dar con el paradero de los secuestradores. Sin embargo, ellas salieron libres al cumplir un mes o por lo menos era lo que nos habían informado los oficiales de guardia.
Las cosas ya se habían hecho rutinarias. Marcos recibía visita todos los días, de hecho ya se había hecho costumbre que fuera él la primera persona en salir al patio en toda la casa. Inclusive, algunos de los compañero de piso le pedían que apartase algunas mesas y sillas para la hora en que ellos salieran. Nunca lo hizo. A mí me visitaban cada tercer día. Había acordado con mi familia que así se hiciera, no quería que dejaran de hacer sus deberes por el pretexto de mi situación. Además, había días en los que realmente no decía nada nuevo el abogado y era innecesario que fueran hasta allá. Después de Marcos y de mí, era José Celestino a quien más visitaban de los habitantes de la dos cero siete. Todo esto era lógico, ya que éramos de la ciudad de México y a nuestros familiares les quedaba relativamente cerca la Casa del Arraigo. En cambio, a Julio lo visitaban rigurosamente cada sábado y domingo, mientras que al “Delicioso”, cada quince días iba su esposa junto su abogado. Cada que éste subía al cuarto, se ponía realmente mal, alguna vez incluso empezó a decir mentadas de madres a los oficiales pidiendo que lo llevaran ya a un reclusorio en Culiacán, tenía la idea que estando allá sería menos dura su situación, o por lo menos, sus hijas podían ir a visitarlo ya que llevaba varias semanas sin verlas. Jesús, Oscar y Juan Manuel, el odia chilangos, no habían recibido visita en ese mes y medio que llevábamos con ellos.

José Celestino era la persona más misteriosa de la habitación. Marcos y yo nunca habíamos hablado con él de nuestro caso. Intuímos que su abogado le había pedido que no lo hiciera, ya que de alguna manera, nosotros éramos los responsables de que él estuviera en esa situación, ésto debido a que Marcos lo había denunciado al momento de su detención en la SIEDO. Sin embargo, no sólo no hablaba con nosotros, él realmente no hablaba con nadie de éste tema. Sólo sabíamos que era propietario de una farmacia pequeña y aunque no vendía mucho, se había dedicado a la compra y venta del Actifed y demás medicamentos con Pseudoefedrina, lo cual, dedujimos le dejaba más dinero que el mismo negocio farmacéutico. Marcos decía que el medicamento con ésta sustancia se lo revendía a su cuñado, apodado el "Queño" quien era una de las personas que se dedicaba de lleno a éste negocio ilícito. En lo particuar, ni a José Celestino ni a su cuñado había siquiera escuchado mentar antes. Era muy poco culto, típico habitante de barrio de la Ciudad de México. Apenas había llegado a tercero de primaria y sus conocimientos de cultura general eran bastante escasos, lo cual varias veces le ocacionaban burlas por parte de Oscar y Julio César, sobre todo. Era, junto con Jesus Apodaca y Juan Manuel Cavazos, los tipos más fornidos de todo el segundo piso, por lo menos. Algunas veces los habíamos retado para jugar a las vencidas, pero por alguna extraña razón nunca accedieron. Supuse que era normal y hasta adecuado ésto, ya que podría provocar rencillas entre ellos. Julio César había cambiado un poco su actitud. De repente podía estar muy tranquilo y hasta de buen humor, pero algunas veces cambiada de forma radical. Se desesperaba por el poco tiempo que tenía para hacer las llamadas. Había implementado un modo para sobornar a los custodios y así tener más tiempo para hacerlas. Solía darles de doscientos a trescientos pesos al día a los guardías por dejarlo hablar dos o tres minutos más en cada una de sus oportunidades, además de no tener límite en la noche después del apagado de la luz de los cuartos. También había dejado de comentarnos el cómo iba su caso. Decía que iba siempre igual y que él saldría justo al término de sus noventa días. Había adoptado también una especie de tick nerviso, que consistía en juntar los dedos de ambas manos varias veces. Sólo se calmaba al jugar al solitario en su cama, hecho que había molestado a Oscar, ya que hasta ese momento era él, el único que hacía tal actividad.
Jesús Apodaca, que al principio nos intimidaba por su manera seria de ser, también había cambiado su actitud. Era más alegre y hasta hacía bromas. Creo que a todos nos agradaba que así fuera, sobre todo a Juan Manuel. En el fondo, sabíamos que ellos dos eran las personas más tracedentales de la habitación, y no sólo por su aspecto físico, sino por la fama que ambos tenían en la casa. Jesús había logrado en las mujeres de la casa cierto agrado. Alto y de brazos musculosos, ojos de color claro, una dentadura blanca y perfecta y siempre perfectamente razurado, hacía que las habitantes de la habitación de enfrente lo siguieran. Solían gritarle y hasta chulearlo cada vez que lo veían, a lo que él ni siquiera se inmutaba. Nos contaba que había estado con las mujeres más guapas, incluso solía contarnos con detalle sus actos y triunfos amorosos. Era todo un misógino. Juan Manuel, en cambio, imponía tanto por su estatura como por la barba y el cabello largo que usaba. A diferencia de Jesús y los demás, él no se bañaba todos los días. Tenía una voz y un acento delgado para su físico, lo que me llamaba mucho la atención. Además, hasta ese momento era la única persona que sabíamos había matado a cuatro personas al detonar una granada. Casi no hablaba con Marcos, Celestino y conmigo, los chilangos. Séntíamos que de verdad tenía ese resentimiento hacía nostros. No dejaba de jugar en su cama a los crucigramas.
Empezando la séptima semana, lunes y justo después de comer, nos encontramos con un nuevo personaje en nuestro cuarto. Era el Coronel Vargas. Habían aprovechado los custodios la hora de la comida para hacer cambios en nuestra habitación. Oscar y Julio pasarían a la habitación 206, junto a otros dos tipos que venían de verde, del cual, uno de ellos era el que decía la oración de las tres de la tarde, y a quien Oscar le caía bastante mal por su afición religiosa y también un señor de unos setenta años por lo menos, que se sospechaba, era de bastante dinero. Nunca supimos porque estaba arraigado. En la habitación 206 estaban también los tipos que habían detenido por las excavaciones del narcotúnel en la frontera y un tipo joven más que iba solitario. En ese momento sentí que extrañaría de cierta forma a Oscar, con quien después de Marcos, era con quien mejor me llevaba. Mientras ellos se cambiaban de cuarto, el Coronel Vargas, nos contó que venía de la Ciudad de Puebla, pero vivía en la Ciudad de México. Había sido engañado por un grupo de subalternos que lo llevaron para custodiar una avioneta con droga. Todo esto según su versión, pero había algo de lógica en lo que decía, ya que le faltarían pocos años para su jubilación y al encontrarlo culpable haciendo ésto seguramente no sólo no se jubilaría, sino iban a encerrarlo. Se justificaba diciendo que el móvil era algo perfectamente ilógico para que las autoridades no se dieran cuenta que fue planeado, sin embargo se veía difícil encontrar la manera de que pudiera salir libre. Estaba realmente deprimido, lloró frente a todos implorando perdón y ayuda a Dios, decía que nadie había salido del arraigo libre, que seguro íbamos a ir todos a prisión y que éramos victimas del sistema. Esto me parecía exagerado, aunque había algo en lo que nos dijo que nos dejó cayados: estaba próximo en terminar el sexenio del Presidente Fox y seguramente querían llevar a la mayor cantidad de gente a los reclusorios.

Esa noche fue un tanto difícil. El Coronel Vargas no paraba de quejarse de su situación, de la inconstitucionalidad del Arraigo, hasta de Dios, y no fue hasta que Juan Manuel lo calló de fea manera que pudimos dormir. El coronel sólo estuvo un par de días en nuestro cuarto. Supongo que algo habrá influido el que Juan le gritara para que pidiera su cambio. Sin embargo, la noche que se fué surgió una nueva situación a la habitación 207. Los tipos que iban con Polo y que estaban en el piso de abajo, habían solicitado que fuera internado con ellos y por alguna extraña razón, habían aceptado. Polo, que siempre tuvo para toda la gente del segundo piso una palabra de aliento y buena vibra, como él decía, estaba ésta vez desesperado. Tenía miedo que la gente a la cual él había traicionado al denunciarlos, pudieran hacerle algo estando en la misma habitación. Esa noche y justo media hora después de que se hubo ido, regresó acompañado de dos guardias. Nos contó que al entrar a la habitación de sus compañeros, alguien había delatado que planeaban hacerle daño, y que aprovecharon que el comandante Armas no estaba en la ciudad, pero repentinamente había llegado y ordenado que se reinstalara en la dos cero siete de nuevo. A partir de ahí, el “Delicioso” no volvió a ser el mismo. Había cambiado mucho su temperamento. Era él quien solía despertarnos a media tarde cuando dormíamos con su grito: “Ayyyyyy!, cangrejito playero...”, lo cual a nadie molestaba, ya que sabíamos que no afectaba a nadie. Jesús le había puesto el sobrenombre del “Delicioso”, ya que solía referirse como "Deliciosas" a las mujeres de la Casa en general.
Una semana después de éste hecho, Apolinar Ochoa "El Delicioso", fue llevado junto con sus cómplices al Reclusorio Oriente de la Ciudad de México. Justo lo que no deseaba: estar con ellos en un reclusorio, lejos de Culiacán y de sus hijas. Esa noche, nos despedimos de él con un abrazo, le deseamos suerte, sabíamos que iba a un lugar donde no estaría bien. Que su temperamento alegre estaba dañado y le sería difícil su estancia en prisión. Al salir de la habitación, escuchamos como la gente se despedía de él de forma cariñosa. “Adiós Delicioso, que Diosito te Bendiga!” era el clamor que se escuchaba. Algunos incluso cantaron "El Cangrejito Playero" en su honor. Y con eso, se perdió entre los recuerdos. Justo la noche que se fue, llegaron a la dos cero siete dos tipos más. Uno, alto rubio, de unos treinta años, proveniente de Sonora y de aspecto baste rudimentario. Se veía de escaso conocimiento de la situación en la que se encontraba. Se llamaba Fernando Gonzaga y venía porque encontraron droga en un vehículo de su propiedad. Llegó junto a un tipo colombiano de piel negra, Marcelo González, de unos treinta y dos años de edad. También lo encontraron con droga en un auto, pero éste en la Ciudad de México. Ninguno de los dos llegaron con una actitud positiva. De hecho optaron por portarse a la defensiva y no hablaron de su situación con nosotros en la primera semana. Ya no estaban Oscar ni Julio con nosotros, y Juan, Jesús y Celestino, por su apariencia y mal carácter con los nuevos hacían que se hiciera tensa la relación. Ya no había democracia a la hora de escoger la programación de los programas en la televisión y peor aún, ellos no respetaban las camas de los demás y se acostaban en las que mejor les pareciera. La primera semana que ellos estuvieron fue a tal grado difícil que por vez primera me dieron ganas de que mi situación terminara lo más pronto posible.

Justo la tarde en que Juan Manuel Cavazos tuvo su única visita a lo largo de los noventa días de su arraigo, subió con el ánimo bastante cambiado. Cayado como solía ser dentro de la habitación, interrumpió la platica que llevaban Marcos y José Celestino en referencia a que si los hijos de éstos optarían a tener el oficio de sus padres al llegar a la mayoría de edad. “¡No!”, gritó, “que mis hijos no sean como soy yo.” Y nos empezó a relatar su experiencia esa tarde a la hora de la visita: “Mi hijita me vio y me agarró con sus manitas mi barba y mi cabello y me dijo: ‘papi, ya estás bien greñudo, ¿cuándo vas a ir a la casa a que te corte el pelo mi mamá?’ eso me rompió la madre, me cae, ¡soy hijo de mi pinche madre!, no maté a esos cabrones, maté a mis hijos con mi pendejada!” y diciendo eso empezó a llorar. Nadie dijo nada. Juan Manuel Cavazos, el tipo más rudo de la habitación 207 se había abierto con nosotros y estaba realmente mal. Me di cuenta que a pesar de lo que había sido con nosotros y con los demás compañeros, no dejaba de ser una persona con sentimientos, por lo menos hacia sus hijos. Él fue el siguiente en irse un par de días después. Con el cabello corto y ya sin barba, nos abrazó. Salió por la puerta y se escuchó: “Adiós Cavazos, que Dios te Bendiga!”, y alguién por ahí cantó: "Mi Matamoros querido, nunca te podré olvidar", a lo cuál, Juan Manuel sólo grito de su parte: “¡Adiós chilangos, raza inferior, ya me voy a chingar a mi Madre!” y con eso, salió de la Casa del Arraigo hacía un reclusorio donde seguramente estaría para siempre.

viernes, 12 de septiembre de 2008

El Arraigo (parte VIII)

Parte VIII

Cerca de la segunda semana de mi arraigo, trataba de sentirme tranquilo, y aunque la información que recibía por parte de mi familia no era alentadora, sí tenía la confianza en que el Ministerio Público se diera cuenta que no éramos parte de ningún grupo delictivo. Sin embargo, el abogado de Marcos le había informado que nuestro caso era complicado, y que seguramente iríamos a la cárcel. Hasta ese día, José Celestino no se había siquiera acercado a nosotros para nada.

Un buen día, la Casa se tiñó de color verde. Habían llegado después de la licenciada Raquenel y los tipos involucrados en el caso del narcotúnel varios jóvenes que provenían del Banco Azteca. Llegaron por un supuesto fraude masivo en diferentes estancias de esa institución. Sin saber de leyes e instancias jurídicas, dedujimos que éstas personas eran inocentes. La mayoría sería si acaso, víctima de algún mal intencionado. Serían cerca de doce o trece hombres y ocho mujeres. A cuatro de ellas las acomodaron en una habitación frente a la nuestra. También por esos días llegaron tres chicas por secuestro. Las tres eran bastante guapas y se notaban que serían de una clase social alta. Una de ellas, pelirroja, era la más notoria por la forma engreída en que se comportaba y que no estaba a gusto con nada. Sin embargo, ella no fue quien me llamó la atención. Fué una chica alta, de cabello claro y mirada triste. Cuando la vi la primera vez, fue al salir al patio a la hora del descanso y me observó. Esa vez, sonreí, porque Marcos me había dicho algo que me causó gracia. Ella, por alguna razón sonrió conmigo. Marcos lo notó y me dijo riendo que me había sonrojado. Desde esa vez, decía que ésta chica era mi novia.

La hora de la visita era el momento más esperado por la mayoría de los arraigados. Para ese entonces, mis papás, hermanas y sobrinos ya me habían ido a visitar. También habían entrado algunos de mis amigos más cercanos, además de mis compañeros de Casa Saba Roque y Martín. Arturo no había ido, ya que, sin duda, él quería desvincularse lo más que pudiera de mí, y así lo entendía. Sin embargo, y pese al apoyo de cada uno de ellos, había alguien a quien extrañaba en demasía, a mi ex novia Maricela. Tenía cerca dos años de haber terminado nuestra relación. Solía llamarle de vez en cuando para saber como estaba, qué hacía y ese tipo de cosas. Habíamos quedado en buenos términos. Y aunque eran varios los meses en que no hablaba con ella, sabía que era una persona con la que siempre podía contar. Sin embargo, en ésta ocación no quería que fuera así. La fecha de su cumpleaños se acercaba, había pensado en decirle a Roque que fuera hasta su casa a dejarle un ramo de flores y alguna carta hecha por mí. También pensé en que él pudiera llamarle a su trabajo y pusiera por teléfono esa canción que a ella le gustaba y que significaba también mucho para mí. El día de su cumpleaños estuve inquieto toda la mañana. Sabía que tenía que llamarle, pero no quería que supiera de mi situación. Recordaba que justo un año antes, habíamos platicado por casi dos horas por teléfono y que estaba muy contenta, a pesar de que la había llamado a su trabajo. Pensé que ésta vez estaría esperando a que lo hiciera. Incluso en mi mente inventé el diálogo que llevaría, evitando a toda costa que me preguntara el cómo y dónde estaba. A ella nunca le había mentido. Y quería que así siguiera siendo. Justo después de la oración de las tres de la tarde, me armé de valor y pedí permiso para hablar con ella. El teléfono se encontraba cerca de la mesa, al inicio del pasillo. Estaba justo a un costado de la habitación de la licenciada Raquenel.

“Recepción, Buenas tardes”. “Hola... ¿Cómo estás? ¡Feliz cumpleaños flaca!”, le dije con mucho nerviosismo. El hecho de escuchar su voz me había emocionado, a tal grado que mis manos sudaron, y mi voz se hacía temblorosa pero traté de finjir alegría. “¡Hola! Gracias, cómo estás?”, me preguntó muy contenta, “pues estoy, que ya es ganancia”, fue lo que solíamos decirnos de vez en cuando, pero la verdad es que sentía ya un nudo en la garganta. Por un momento quería decirle que estaba extrañándola y que la necesitaba. Quise desahogarme con ella, pero sabía que no era ni el momento ni el lugar adecuado. “Pues hablé para felicitarte, para desear que tengas lindo cumpleaños y que te la pases bien. Que comas mucho pastel.” Le dije tal y cual, y casi línea por línea el texto que había planeado y memorizado. “Gracias, eres muy lindo, ¿dónde estás?” me dijo al fin. Recargué la frente al teléfono, cerré mis ojos. Pensé que era mejor no decirle. No el día de su cumpleaños por lo menos. “Este... no puedo decirte flaquita, no por ahora, pero estoy bien, gracias.” Y así, con palabras más o palabras menos, sin tener nada más que decir y cumpliendo lo planeado en tres minutos, agradeció el detalle de nueva cuenta y me despedí. Me sentí contento por haberla escuchado. Hasta ese momento no sabía qué tanto me había afectado esa charla. Como regla, teníamos que ir a la mesa del piso y escribir en una bitácora el nombre completo de quien habíamos llamado, número y parentesco. Así lo hice, a excepción de la última línea. Aguardé algunos segundos. ¿Mi ex novia?, ¿Mi amiga?, ¿El amor de mi vida?. Esa noche, quedó un espacio en blanco en esa bitácora.

Regresé a la habitación “dos cero siete” y detrás de mí, cerraron la reja. Marcos me observó y preguntó si todo estaba bien. Al parecer mi semblante había cambiado y él lo notó. “Sí, todo bien”, agradecí, pero de inmediato me recosté en la cama. Sentía los ojos pesados y traté de dormir. Sin embargo, no podía dejar de pensar en ella. Venían a mi cabeza cada momento que habíamos pasado juntos. Por algún motivo, solo recordaba las cosas agradables. Recordaba cuando salíamos, lo que platicábamos e incluso recordé a su sobrina pequeña Lupita. Había sentido por la niña un gran aprecio, era muy linda y hasta llegué a desear tener una hija que se pareciera a ella. La niña solía llamarla “Mayi”, con su voz tierna e infantil. Recordé también la primera noche en que Maricela y yo habíamos estado juntos. Esa noche estaba tan contento y tan agusto que me quedé dormido en sus brazos. Nunca antes y nunca después había dormido con alguien sin tener relaciones sexuales. Para mí, el hecho de haber dormido con la persona que más amaba, era más importante que el mismo sexo.

Esa noche, y como un extraño impulso, imaginé sus ojos pequeños, su cabello y su cuerpo, tomé la almohada y la coloqué entre mis brazos. “Estoy aquí, contigo. No estás solo”, imaginé como un susurro que me decía. “Gracias. Buenas noches Mayi”, le dije, y así, abrazándola, me quedé dormido.

martes, 9 de septiembre de 2008

El Arraigo (parte VII)

Parte VII

Marcos y yo nos preguntábamos cuándo veríamos a José Juan en la Casa; pensábamos que seguramente sería arraigado, ya que lo que nos había contado en la SIEDO indicaba que su situación legal iría por el mismo camino que el nuestro. Sin embargo, nunca lo volvimos a ver. Por el contrario, Juan y Jesús cambiaron poco a poco su comportamiento con nosotros. Supuse que se debería a que seguramente sabían que estaríamos con ellos bastantes semanas y que no quedaba otra que tolerarnos como lo hacían con Polo, Julio y Oscar. Cada uno de ellos tenía una manera distinta de pasar el tiempo, Polo, "el Delicioso", era el más carismático de toda la habitación; si no estaba cantando y bailando, se la pasaba hablándoles a las mujeres de la habitación que teníamos casi en frente. Era coqueto y le gustaba el desmadre, decía que estaba enamorado de la mujer de amarillo que siempre estaba sola. Cuando no estaba en plan de desmadre, ponía unas sábanas alrededor de su cama según para tener privacidad. El hecho de que su cama estuviera debajo de la de Julio, ayudaba bastante a eso. Así se la pasaba dormido la gran parte del día, sólo cambiaba su rutina para salir a comer y al descanso en el patio, así como a la hora de rezar. Julio César Abasolo jugaba al solitario. Era, después de nosotros, el que más recientemente había llegado. Tenía justo una semana más que Marcos, Celestino y yo. Platicaba mucho con Jesús Apodaca, le gustaba todo lo que tuviera que ver con asuntos de propiedades, dinero y cualquier cosa que tuviera que ver con el poder. Decía que él había sido comandante de la Policía en Tijuana y tenía varios negocios muy fructíferos. Se jactaba de tener bastante dinero y ser culto. Jesús, por su parte, hablaba poco. Y aunque trataba de hacer el diálogo con Julio César, sus comentarios eran más minuciosos. También tenía negocios en Culiacán, pero a diferencia de Julio, no le gustaba alardear de ello. Juan Manuel Cavazos tenía como hobbie el jugar crucigramas de los periódicos o revistas. Él, se ponía de espaldas a la cámara para así poder hacerlo, ya que estaba prohibido tener lapiceros o cualquier objeto parecido. Esto, en lo particular me daba algo de tristeza, ya que me hubiera gustado mucho tener la oportunidad de escribir desde ahí, ya fuera desde alguna carta, algunos escritos o ¿porqué no?, hasta llevar la bitácora de mi estancia ahí. Sin embargo, yo respetaba todo eso. Con respecto a Marcos, Celestino y yo, pues realmente no hacíamos nada. Celestino estaba encantado con la televisión por cable, viendo programas que supongo, tal vez nunca antes había visto, como Animal Planet o Discovery Channel. Marcos y yo platicábamos mucho en relación a nuestra situación. Él había decidido contratar un abogado particular para llevar su caso, y éste, prácticamente le informaba todos los días en la hora de la visita del avance o no del mismo. Por mi parte, mi única referencia se basaba en lo que el licenciado Islas y mi familia me informaban, y hasta ese momento no era nada alentador.

Sin pena ni gloria, pasamos así nuestra primera semana en la Casa del Arraigo. Para ese entonces, ya nos habíamos acoplado tanto a los compañeros de cuarto, como a la rutina. Vimos y entendimos que la gran mayoría de los habitantes iban a ser procesados a los diferentes Reclusorios de la Ciudad de México, y algunos, los más pesados, irían al CEFERESO de la Palma, en Almoloya de Juárez, hoy llamado el Altiplano. Realmente eran pocas las personas que saldrían libres de éste proceso. Por esos días, al llamarnos a formar para el desayuno, nos encontramos con una novedad. De la habitación 216 salía un personaje que influiría por completo en la Casa del Arraigo. Había llegado la licenciada Silvia Raquenel Villanueva.

La licenciada Raquenel Villanueva era conocida por ser defensora de varios narcotraficantes. Tenía en su historial varios casos conocidos y recientemente, era la encargada de llevar a cabo el caso de Diego Santoy Riverol, quien había asesinado a los hermanos de su novia. También había sufrido varios intentos de asesinato, incluidos una bomba y de los que había salido ilesa. El primero en informarnos de quien se trataba, fue Oscar, al parecer él era la persona más informada de nuestra habitación. En persona, Raquenel se veía de carácter fuerte, molesta con todo y con todos, dispuesta a dar la batalla a costa de su integridad misma. La habían arraigado por treinta días por el supuesto secuestro de un agente ministerial en Chilpancingo, Guerrero, en el cual se le vinculaba con alguna organización criminal que según, ella estaba en esos momentos defendiendo. Iba acompañada por un agente regional de la AFI de Guerrero. Notamos sin embargo que el trato hacia ella era diferente a los demás. El mismo Comandante Armas la había llevado a su habitación, una habitación exclusiva, aunque sin ninguna comodidad extra. Alegaba sin embargo su derecho a hacer las llamadas que quisiera, ya que no estaba privada de la comunicación, lo que al principio indignaba a la mayoría de los habitantes del segundo piso, ya que no teníamos para nosotros esa preferencia. En cambio, había empezado una huelga de hambre, la cual duró si acaso dos o tres días.

También por esos días llegaron tres sujetos provenientes de Hermosillo, Sonora. Una noche antes, los habíamos visto en el noticiero, ellos habían sido capturados cuando realizaban las excavaciones para un narcotúnel que atravezaría la frontera con Estados Unidos. Sin embargo, lo qué más me llamaba la atención eran los habitantes de la habitación 208, justo al final del pasillo. Ellos, en su mayoría jóvenes de menos de veinte años de edad, eran acusados por secuestro, pero al parecer esto no les importaba en lo más mínimo. Desafiaban a los oficiales de guardia a la hora de salir al comedor o al descanso, o los demás habitantes con su escándalo a media noche. Pero también estaban coludidos con algunos guardias, ya que éstos les llevaban desde cigarros hasta pizzas o pollos del Kentucky, lo cual obviamente, estaba prohibido.

A pesar de empezar a conocer todo ésto y después de acoplarme a la rutina por completo, mi situación era lo más importante para mí. Llevábamos ya varios días sin notificación alguna por parte de mi abogado. Lo poco que sabía el licenciado Islas de mi caso, era que mi arraigo no se justificaba, supuestamente no aplicaba ni delitos contra la salud, ya que el medicamento que desvié era solo un antigripal; y mucho menos la delincuencia organizada, porque en principio, no tenía el contacto con más de una persona, y para que ésta aplicara, debíamos ser por lo menos tres personas implicadas en el delito. También explicaba que no debía habérseme arraigado por noventa días, ya que lo indicado era un lapso de treinta, seguido por uno más de treinta o sesenta días más a consideración del juez y a petición del Ministerio Público, por lo que alegaba que lo ideal era intentar un amparo para poder llevar mi caso fuera de ésta instancia. Pero ésto nunca se dió. Con Marcos, según el licenciado Islas, la cosa era diferente. Él sí había cometido la delincuencia organizada, ya que no sólo me conocía, conocía a José Celestino, y a quien éste le vendía el Actifed, además que como había dicho el mismo Marcos, antes ya había hecho éste tipo de actividades ilícitas. Su abogado le daba pocas esperanzas de salir del problema, incluso le había dicho que tanto José Celestino como yo también seríamos procesados a algún reclusorio, lo que de repente me inquietaba mucho, ya que por ningún lado nos daban esperanza de salir y menos pronto.

Sin embargo, Marcos estaba más preocupado por la salud de su hijo que por su caso. Adrián, su hijo, tenía un severo problema en la próstata a pesar de sus cortos quince años. Al parecer estaba ya dializado y había sido pospuesta su operación debido a algunos trámites burocráticos y a las vacaciones de su médico. Él, cada noche hablaba con su hijo y su esposa, noté que cada vez que regresaba de su llamada se ponía triste, incluso vi algunas veces lágrimas en sus ojos. Me contaba que amaba a su esposa, a pesar de que habían tenido algunos problemas con anterioridad; decía solían tratarse como novios, salían a divertirse cada fin de semana y eran asiduos a las fiestas y los bailes populares. A pesar de no ser una persona adinerada, vivía bien, ya que con el sueldo de su esposa y el suyo les alcanzaba perfectamente. Tenían casa propia y se habían hecho recientemente de un auto que aunque modesto, era nuevo. Creo que en general llevaban una vida tranquila. En una ocación, a nuestra platica se nos unió Julio César, quien era divorciado en un par de ocasiones, tenía trece hijos en total, la mayoría, producto de diferentes relaciones extramaritales. Nos confió que tanto Polo como Oscar estaban separados de sus esposas, aunque mantenían relación con otra pareja cada uno. Juan Manuel y José Celestino seguían casados. Así fue como me di cuenta que yo era la única persona de la habitación que era soltero.

jueves, 4 de septiembre de 2008

El Arraigo (parte VI)

Parte VI

El patio de la Casa del Arraigo no era muy grande que digamos. Realmente, éste era el estacionamiento del antiguo hotel de paso. Incluso se podían ver las líneas de los cajones y los postes que las dividían. Estaba dividido en dos partes, una era como una pequeña antesala cercada de rejas, ahí estaban cerca de veinte oficiales y también era donde la visita aguardaba al arraigado, para de ahí, salir a la parte más grande, en donde se acondicionaron varias mesas y sillas de plástico para recibir a los familiares. Había en éste espacio tres o cuatro máquinas expendedoras de refrescos y golosinas, además de tres futbolitos. Al fondo, justo debajo de un tablero de básquetbol se estaba construyendo lo que parecía un pequeño altar. Todo estaba techado, y en la parte de arriba de la barda estaba cerrado con reja y tiras de lona color verde.

Al salir, Iliane fue la primera que me encontró. Llevaba lágrimas en sus ojos. Me sentí triste. Y aunque ya había visto a mi mamá y a mis hermanas más grandes en las instalaciones de la SIEDO, no había podido ver ni a mi papá, ni a mi hermana menor y sobrinos. Lo primero que hice fue abrazarla y tratar de tranquilizarla. Le dije que estaba bien, que donde estaba no era la cárcel y que no me habían maltratado. Como pudo se limpió las lágrimas y le dije: “no me dejes tus mocos en mi camisa” a lo que sonrió y noté que ya estaba más tranquila. En seguida entró mi mamá y mi hermana Melody, ésta tenía ya ocho meses de embarazo y con trabajo podía caminar. Llevaban algo de ropa para mí, un par de camisas color amarillo con el logotipo de Casa Saba, a lo que alegué en tono de broma por llevarme ropa de la empresa que me había denunciado. También entraron con ellas mis dos sobrinos Jhovanny y Miguel Ángel quienes también me abrazaron en cuanto entraron. Mi sobrino más pequeño Miguel Ángel, miraba para todos lados con un tono de asombro. Imaginé que era por la cantidad de oficiales que nos resguardaban, sin embargo, en un tono de desconfianza, sólo me preguntó: “¿Aquí es Cancún, tío?”. A lo que mi mamá y hermanas soltaron una pequeña carcajada y me explicaron: “Lo que pasa, es que algunas personas han preguntado por tí y les dijimos que estabas en Cancún, y pues hasta Miguel Ángel lo creyó”. Como pudimos encontramos un par de sillas que le dimos a mi mamá y hermana Melody, Iliane, yo nos acomodamos cerca de una pared y nos sentamos en el suelo, mientras, mis sobrinos corrían a las máquina de refrescos y dulces para comprarse algo. Platicamos cerca de diez minutos en cuanto a lo que ellos sabían acerca de mi situación y de lo que mi abogado decía, sin embargo notaba algo raro en mi mamá, aunque no lograba descífralo. Me preguntaban cómo era mi habitación, con quien me había tocado y cosas por el estilo, yo de buena gana les decía, quería que ellas supieran que me encontraba bien, que no había de qué preocuparse. Cerca de la una de la tarde, me dijeron que también entrarían mi papá y mi hermana Lisha, que habían aguardado todo ese tiempo afuera, en espera de que pudieran pasar, ya que solamente podían entrar dos adultos al mismo tiempo a la visita, a lo que accedí y a lo cuál, mi mamá sonriendo, me preguntó si notaba algo raro en ella, y al confirmarle que sí, pero sin saber lo que era, la observé con cuidado y con emoción logré que había recuperado y llevaba el collar que me habían quitado en los separos de la SIEDO, y entregándomelo se despidió.

En seguida entraron mi hermana Lisha y mi papá. El abrazo con él fue muy estremecedor. Realmente no habíamos tenido una buena relación en los últimos días, pero de repente eso había quedado en el olvido. Platicamos un rato de lo mismo de mi situación, de cómo mi abogado no sabía el porqué de mi detención y de cómo mi papá le había explicado el motivo. Entonces entendí que realmente era mi papá el que estaba confundiendo a mi abogado. De repente noté como él dudaba de mí, y hasta pensaba que realmente podía ser culpable de un acto deshonesto. Me sentí con un poco de coraje. Le dije que si no tenía idea del porqué estaba en esa situación, no me defendiera confundiendo más al abogado. Fue entonces que me preguntó el cómo era que me había hecho de un auto de reciente modelo, si mi sueldo no era suficiente para pagarlo, y le expliqué que lo había conseguido por medio de uno de mis clientes, que no sólo me lo había vendido barato, sino en plazos para pagarle, a lo que de nueva cuenta noté que no me creyó del todo. Con un tono ya de molestia de mi parte, dejé el tema de lado para no entrar en discución con él. Y así, a los quince minutos para las dos, nos llamaron a formar de nuevo. Me despedí de ellos y de mis sobrinos. Quedé un poco frustrado por ese acontecimiento con mi padre, pero al salir me dijo que me amaba, que rezaría mucho por mí.

Al subir a la habitación revisaron minuciosamente las cosas que llevábamos. También nos recargaron en una pared para catearnos de pies a cabeza. Nos pedían que nos quitáramos los zapatos y hasta los calcetines. Fueron cerca de quince minutos en realizar esas revisiones. Subimos a la habitación y casi en seguida y bajamos de nuevo al comedor. No recuerdo que fue lo que nos dieron, pero sí que me sorprendió la comida, había pensado que sería de mala calidad, pero fue todo lo contrario. Al subir de nuevo a las habitaciones, el pasillo quedó cerca de quince minutos en silencio. Polo se acercó a Marcos, y luego llámandonos a Celestino y a mí, nos dijo: “aquí respetamos mucho las creencias de cada quien. No sé en qué crean ustedes, pero nosotros acostumbramos a rezar a las tres de la tarde. Nadie les obliga a hacerlo, sólo pedimos respeto. Si ustedes quieren unirse, pues son bienvenidos. Aquí tengo varias estampas de algunos santos, si quieren pueden leerlas cuando quieran. Si quieren pueden hacerlo en la oración.” Nos entregó tres estampas, y pude ver que me había dado la de San Judas Tadeo. No dije nada, sólo le agradecí el detalle. A las tres en punto de la tarde, de la habitación 206 se escuchó una voz masculina que grito: “¿Polo, Están listos?”, “¡Sí!, ya estamos vato” respondió éste que se había sentado en una pila de periódicos amarrados con una cinta amarilla que no entendí de dónde la habían sacado.

“Padre Nuestro que estás en el cielo, Santificado sea tu Nombre...”, empezó la voz de tono grave el rezo. Me llamó mucho la atención el saber que todos los habitantes del piso empezaran a hacer una oración masiva. Marcos, Celestino y yo nos unimos a él. Noté que Oscar, en su cama, pero indiferente, jugaba con una baraja al solitario. Sin embargo, había apagado el televisor. Me sorprendió que tanto Jesús, como Juan fueran a ser parte de las oraciones desde sus camas y más el hecho que incluso se supieran las mismas. La verdad es que yo no era muy religioso o devoto, no sabía orar, pero sentí en ese momento la necesidad de pedir a Dios por la tranquilidad, no para mí, sino para mi familia. La voz del tipo que llevaba la oración era penetrante, lo hacía con mucho sentimiento. Fue estremecedor escuchar de las otras habitaciones algunos llantos, sobre todo de las mujeres. Estremecedor también ver a Polo derrumbado en el asiento de periódico con las manos en el rostro. Noté también lágrimas en los ojos de Juan Manuel y Julio, además del rostro descompuesto de Jesús y Oscar. Después de que casi media hora estuvimos orando casi toda la gente del segundo piso, el tipo que la había empezado, dijo una última oración que me impactó aún más:

“¿Por qué te confundes y te agitas ante los problemas de la vida?
Déjame el cuidado de todas tus cosas y todo te irá mejor.
Cuando te entregues a Mí, todo se resolverá con tranquilidad según mis designios.
No te desesperes, no me dirijas una oración agitada, como si quisieras exigirme el cumplimiento de tus deseos.
Cierra los ojos del alma y dime con calma:
¡JESÚS YO CONFÍO EN TI!
Evita las preocupaciones angustiosas y los pensamientos sobre lo que puede suceder después.
No estropees mis planes queriéndome imponer tus ideas.
Déjame ser DIOS y actuar con libertad.
Entrégate confiadamente a Mí.
Reposa en Mí y deja en mis manos tu futuro.
Dime frecuentemente:
¡JESÚS YO CONFÍO EN TI!
Lo que más daño te hace es tu razonamiento y tus propias ideas y querer resolver las cosas a tu manera.
Cuando me dices, ¡JESÚS YO CONFÍO EN TI!, no seas como el paciente que le dice al médico que lo cure, pero le sugiere el modo de hacerlo.
Déjate llevar con mis brazos divinos, no tengas miedo, yo te amo.
Si crees que las cosas empeoran o se complican a pesar de tu oración, sigue confiando, cierra los ojos del alma y confía.
Continúa diciéndome a toda hora:
¡JESÚS YO CONFÍO EN TI!
Necesito las manos libres para poder obrar.
No me ates con tus preocupaciones inútiles.
Satanás quiere eso: agitarte, angustiarte y quitarte la paz.
Confía sólo en Mí.
Reposa en Mí.
Entrégate a Mí.
Yo hago los milagros en la proporción de la entrega y confianza que tienes en Mí.
Así que no te preocupes, echa en mi todas tus angustias y duerme tranquilo.
Dime siempre:
¡JESÚS YO CONFÍO EN TI!...
Y verás grandes milagros.
TE LO PROMETO POR MI AMOR.
Amén."

Ahora, Marcos, Celestino y yo, teníamos también los ojos llenos de lágrimas.

martes, 2 de septiembre de 2008

El Arraigo (parte V)

Parte V

Con la luz del pasillo encendida y como pudimos decidimos nuestras camas. Confieso que fui el primero en escoger, con la finalidad de quedarme lo más lejos posible de los demás compañeros de la habitación. Escogí la cama de arriba de la litera que estaba más cerca de la puerta. Marcos escogió debajo de mí y Celestino de abajo de otra litera. Me quité los tenis sin agujetas que llevaba, y así, con el pantalón y la camisa de la empresa me acosté. Sin embargo Celestino hacía mucho ruido, y fue entonces que uno de los habitantes se despertó. Levantó la cabeza y pude observar un tipo de cabello largo y barba bastante crecida. Con un tono serio preguntó que cuantos éramos y porqué estábamos ahí. Celestino sólo le dijo que éramos tres. Se recostó de nuevo y se quedó dormido. Aún no entiendo cómo, pero yo también dormí. Esa fue la primera noche en la Casa del Arraigo.

A las seis en punto de la mañana pasaron lista. Por el pasillo se iban escuchando como los oficiales gritaban los apellidos y los internos respondían con su nombre. Al llegar a nuestra habitación fue diferente. Se encendió la luz y dos guardias entraron. Pasaron la lista y al momento de decir nuestros nombres se nos quedaron viendo. Supongo que fue para conocernos, de cierto modo. Se fueron y cerraron. No apagaron ya la lámpara. Yo aún tenía sueño, por lo que volví a acomodarme para dormir de nuevo, pero observé como uno de los tipos del cuarto se levantó. Era de mediana estatura y delgado. Cerca de unos cuarenta y cinco años de edad y un bigote bastante delgado y fino. Entró al baño y tardó algunos minutos. Escuché que estaba bañándose. Cerca de quince minutos despuès alguien encendió el televisor. Noté que Marcos también estaba despierto, ya que no dejaba de moverse en su cama. De la cama que estaba arriba de la de Celestino se levantó otro tipo. También de mediana estatura, pero mucho más fornido. Tendría tal vez unos treinta y ocho años y no tenía cara de maleante. De inmediato tendió su cama tratando de no hacer ruido y se vistió. Se puso una playera de color verde y se sentó en su cama. Notó que Marcos estaba despierto y se le acercó: “¿Qué pasó, cómo estás? Bienvenido”, le dijo de una forma bastante amable. Èste lo saludò igual. Entonces me incorporé para ser parte del recibimiento que le daban. “Soy Oscar, y tú?”, me dijo y me estrechó su mano. “Alberto, mucho gusto”, le dije con un tono de duda, no sabía si así se saludaban en prisión o lo que fuera donde estábamos. Al notarme dubitativo sonrió para darnos confianza y fue a despertar a Celestino para saludarlo de igual manera.

Salió el tipo delgado del baño. Vestía ya un pants gris y una playera amarilla. Oscar nos lo presentó: “Éste es Polo, mejor conocido como ‘El Delicioso’, es el alma de la habitación dos cero siete, cualquier parecido con el cantante de los Tigres del Norte es mera coincidencia”, lo observamos y sí, era idéntico al integrante de ese grupo, sólo le faltaba el mechón blanco en el cabello, a lo que esbozamos una pequeña sonrisa. “¡Soy el jefe de jefes señores...!” nos dijo cantando, y bailando con Oscar y chocando su puño con el nuestro, nos saludó. “Bienvenidos a la habitación dos cero siete, ¡la habitación de la buena vibra!”, y mientras se iba cantando y silbando a seguir vistiéndose. Apolinar Ochoa venía de Culiacán inculpado de narcotráfico. Oscar nos presentó también a Julio César Abasolo que igualmente se habìa levantado, venía de Tijuana inculpado de lavado de dinero. Oscar lo presentó como el nuevo ‘Señor de los Cielos’; Julio tenía apariencia de gente de dinero ya vestía ropa de buena marca. Usaba barba y nos miró algo desconfiado, pero aún así nos saludó. En seguida se levantó un tipo que estaba en una cama solitaria. Era alto, musculoso y tez blanca. Tenía ojos claros y estaba rapado por completo. “También tenemos a nuestro ‘sen sei’, ¿verdad Jesús?”, a lo que Jesús Apodaca, que venía también de Culiacán por delincuencia organizada, no respondió y muy serio se fue al baño. No nos saludó. Rato después de hablarles brevemente del porqué estábamos ahí, Oscar despertó al tipo barbón que la noche anterior nos había preguntado lo mismo. Era ya tarde y casi nos llamarìan a formarnos. Èste tipo era Juan Manuel Cavazos. Éste se levantó en seguida. Era muy alto, un tanto obeso. Se puso una camiseta de color anaranjado, a lo que Marcos y yo nos miramos con un poco de temor. Juan tampoco nos saludó. “¿De dónde son?”, preguntó con algo de indiferencia, “de aquí, del D. F.” dijo Marcos, “¡Malditos chilangos, los odio por putos!”, casi gritó mirándonos casi con coraje. Pero Oscar sólo se rió y nos dijo: “Así es el buen Juanito, no le hagan caso”.

Nos formamos para ir a desayunar. En el comedor nos juntamos con la gente de los demás cuartos, incluyendo las mujeres. Ellas, casi todas, iban de rojo, lo que indicaba secuestro, aunque pude ver claramente una mesa aparte en donde estaba sola una mujer vestida de amarillo, guapa, de tez blanca y parecía de buenos modales. Como nos dijeron que no podíamos hablar en el comedor no intenté siquiera hacerlo, pero noté que la mayoría no solo hablaba, sino hasta hacían un poco de relajo. En el comedor pude ver que la mayoría de los que estábamos arraigados iban de rojo y amarillo. Seríamos cerca del ochenta por ciento de esos colores. Pude ver que solamente había cuatro personas de color verde, y que justo había dos en mi habitación y sólo dos personas de color naranja, y uno de ellos también en la misma. No sé porqué, pero de cierta forma me sentí tranquilo. Me di cuenta que a pesar de la situación tan incómoda de llevar un proceso bajo un resguardo, la gente con la que me había tocado en la habitación no eran tan intimidantes, a excepción de Juan Manuel y Jesús, que por lo menos en nuestro primer día, no habíamos tenido una buena relación.

Subimos al cuarto después de desayunar y nos bañamos. La camiseta que me habían dado era muy pequeña, y eso lo notó Oscar. Entonces le pidió a Jesús que me prestara una. Jesús volteó a verme desconfiado, pero enseguida me ofreció una de mi talla. Se lo agradecí y me la puse, aunque la verdad pensé que sería mejor entregársela en cuanto mi familia me llevara algo de ropa. Contábamos con casi todas las comodidades. Nos dieron desde jabones de baño y papel higiénico, hasta gel para el cabello y desodorantes. Lo único que no nos dieron fue rastrillos, nos dijeron que eso lo teníamos que pedir y entregarlos en antes de las siete de la mañana. Había un mueble con entrepaños el cual estaba destinado para guardar nuestra ropa. Sin embargo, en uno de los entrepaños se encontraba un especie de altar dedicado a varios Santos y en especial a la Santa Muerte, “no sé si ustedes crean en ella”, nos dijo Polo, “pero esa no me la toquen. Si ustedes respetan, nosotros respetamos”. Quedó todo muy claro.

A las diez en punto de la mañana de ese primer día de arraigo, llamaron a Marcos. Era su visita. Oscar me comentó que en todo lo que él llevaba de arraigo nunca habían llamado a nadie tan temprano. Yo sabía que mi familia iría también a visitarme, pero realmente no tenía idea a qué hora sería. Mientras tanto me puso al día con los motivos del porqué, algunos de ellos estaban ahí.

A Polo lo había llevado porque era parte del Cártel de Tijuana, había sido detenido en esa ciudad fronteriza con otras cinco personas que se encontraban en el piso de abajo. Al parecer Polo los había traicionado. Según Oscar, Polo había confesado algún crimen y los habían encerrado a todos. A Julio, lo habían detenido en San Diego, California, con ochocientos mil dólares producto de lavado de dinero. Pero Julio se justificaba diciendo que realmente era dinero legítimo, y que el problema era que al momento de su detención no había podido comprobar su procedencia. Jesús iba porque lo encontraron en una hacienda en posesión de marihuana en Jalisco y Juan por haber detonado una granada y matado a cuatro personas en Matamoros. De éste último caso me pareció recordar alguna nota en algùn noticiero. Sin embargo me confesó: “todos ellos te lo van a negar, porque por eso estamos aquí, para ser investigados, y ya sabes, nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Pero yo no soy hipócrita, de mi sólo voy a decirte que nadie de los que están aquí, ha robado màs que yo. Y no me refiero sólo a éste cuarto, sino a toda la Casa del Arraigo. Con decirte que hasta Carlos Ahumada está debajo de mí. La verdad es que estoy en la gloria, por eso es que ahora me la paso muy bien. Yo sé que en mes y medio ya no podrán hacerme nada o de plano me va a cargar la chingada, como sea, ahora todo está en manos de mis abogados. Les estoy pagando doscientos mil pesos al mes a cada uno y son cuatro. Y ya son varios meses los que estoy llevando esto. Así que imagínate.” Me pareció un fanfarrón al principio, aunque lo decía con mucha seguridad, la verdad pensé que no podía hacer ningún juicio personal, ya que además, ni el mismo ministerio público lo había podido hacer, supuse.

Cerca del medio día me mandaron llamar. Era mi visita. Bajé junto con un oficial con las manos detrás de la espalda y con la cabeza agachada. En cuanto salí al patio vi varias mesas ocupadas con la gente arraigada y sus familiares. Había muchos niños corriendo por todas partes. Busqué a mi mamá y a mi hermana que estaba embarazada. Pero a la que vi primero fue a mi hermana menor, de trece años, que habìa observado como me llevaban. Tenìa los ojos llenos de lágrimas. Fue entonces, y por vez primera, que tambièn, me dieron ganas de llorar.